¿Qué puedo decir de mí sino que me desconozco más que me conozco y que por eso escribo?
No sé por qué escriben los demás. Yo empecé a escribir porque necesitaba hablar con alguien y no tenía con quién; así que hablaba conmigo mismo a través de la página en blanco, lo cual me suponía un sosiego, un consuelo, un autoconocimiento.
A través de mi escritura he sabido que el corazón es el centro del universo, que la carne tiende hacia la inmensidad, buscada o palpada en los cuerpos, las cosas, los libros, y que toda mi vida ha sido una persecución de la infinitud, sentida o inventada en la infancia, porque en ese tiempo sin tiempo anclado al corazón se desconoce el concepto de frontera y nada tiene límites. Allí crecen los sueños interminablemente, y germinan, también, los desengaños. Al salir de ella uno se siente hijo de la eternidad y padre de la propia muerte.
A través de mi escritura he sabido que el corazón es el centro del universo, que la carne tiende hacia la inmensidad, buscada o palpada en los cuerpos, las cosas, los libros, y que toda mi vida ha sido una persecución de la infinitud, sentida o inventada en la infancia, porque en ese tiempo sin tiempo anclado al corazón se desconoce el concepto de frontera y nada tiene límites. Allí crecen los sueños interminablemente, y germinan, también, los desengaños. Al salir de ella uno se siente hijo de la eternidad y padre de la propia muerte.
Por eso podría escalonar mi vida en numerosos peldaños que a nadie interesarán si no son afines, siquiera mínimamente, a cualquier lector. Porque un poema publicado solo empieza a justificarse cuando encuentra un ser que se identifica o se reconoce en él. Es decir: cuando se consigue la universalidad de la intimidad. Lo demás es literatura, abracadabra del verbo.