Anoche, contemplando las estrellas,
sentí la plenitud acariciarme
y, también, que la muerte me abrazaba.
Me pareció que yo era
un cuadro de colores infinitos
en el que se expandían
pentagramas y versos pregonando
la celestialidad de la existencia.
Un murmullo solar pulsó su lira:
¿Será verdad que el hombre nada puede
contra la muerte, que este flujo
de inmensidad ha de acabar un día?
Y entonces comprendí:
Frente al instinto de supervivencia
-que nos exige la inmortalidad
y nos convierte en cántico extasiado-
se alzan la muerte y la conciencia cruel
de la mortalidad, instigadoras
de la oscura elegía.
¿Nada nos salvará de tal naufragio?
Y entonces comprendí:
el hombre puede
salvar, si no su cuerpo, sí su mente,
la identidad que forja para ser
aquel que anhela ser: y el arte talla
la efigie de esa ruina, al fin, fulgente.
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