Tenía los suficientes años para mirar el pasado y comprender que su presente no tenía porvenir.
Siempre dijo que había tenido mucha suerte con las mujeres y ninguna con el amor. Y probablemente no supo, o no quiso, establecer ningún vínculo afectivo perdurable. Sus sentimientos no afloraban en su cuerpo, se habían encerrado en un silencio gestual. A lo más que había llegado era a regalar su vida de una forma amorosa que los demás no comprendían: dedicar la edición de algunos de sus libros a sus hijos.
Estos se habían marchado a sus vidas después de recibir de él cuanto un padre puede dar a sus hijos.
Paseaba de un lado a otro de su mente y no encontraba causa para aquel abandono: "Por muy poco que haya dado, creo que no me merezco que me den tan dolorosa ausencia. Planté los cimientos para que vivieran, no para que me echasen de sus vidas".
Día tras día, iba cayendo en un dolor silencioso que socavaba sus entrañas, cada vez más permeables a los sentimientos que, demasiado potentes y escondidos, habían vibrado durante toda su vida en todo su organismo.
"¿Para quién construí navíos?", dijo imitando a Pleberio ante la pérdida de Melibea.
Deseó que jamás fueran conscientes de tamañas injusticia e impunidad: para que la culpa no los devorase.
Y se sentó a esperar la muerte.
Y se sentó a esperar la muerte.