Schoenberg: Noche transfigurada
- ¿Malditismo? Somos nuestras vivencias, deseos, frustraciones, lecturas... Todo se amalgama en nuestra mente y conforma nuestro yo. Algunos tienen un yo de fuego, y no pueden apagarlo. ¿Quién cultivaría su propio dolor?
La salvación por la palabra de lo más entrañable de nosotros -la mente- es un reto excesivo. Conduce a un laberinto y un ensimismamiento sufriente que acaba alejando de los demás, convirtiéndote en un extraño, un... ¿maldito...? ¡Qué más da el nombre! Es uno de tantos para etiquetar lo que no encaja en los cánones biempensantes. ¿Quién quiere ser maldito y sufridor? ¿Baudelaire, Nerval, Poe, Lautreamont...? ¿Preferían sufrir a ser felices? Lo que fueron lo fueron a su pesar, y si descubrir sensaciones y cómo plasmarlas es lo que significa Prometeo, bienvenido sea quien trae un poco de luz a este infierno de sombras, aunque sea a costa de su sangre.
¿Que también hay pose y circo en esto? El mundo es un escenario en el que, ademas de personajes, sigue habiendo personas.
En cuanto a las divinidades... Es cómodo creer en un Dios, pero la fe no se elige. Muchas contradicciones veía aquel niño adolescente: un hombre jesucrístico bondadoso que era, también, un dios condenatorio de la vida, un instinto de supervivencia que entraña a la vez la muerte y la putrefacción en vez de la lógica inmoribilidad... Yo no comprendía por qué había nacido con instinto de supervivencia y se me había dado la conciencia de la mortalidad. ¿Qué ser supremo sería tan perverso de incrustar un cadáver emergente en un cuerpo vivo? El instinto de supervivencia exige inmortalidad. Y entonces vino el desafío.
Aquel niño de once o doce años era empujado por los claustros del colegio de Santo Domingo hasta los bancos de la iglesia. Una mañana sintió que debía comulgar, aunque hacía millones de pecados que no se confesaba; o precisamente por eso. Recogió la redonda eucaristía y trepó por las destartaladas escaleras hasta la bóveda, donde los pájaros, al intentar huir de aquel cielo de vidrio al que entraban por turbios agujeros, se golpeaban contra los vitrales y morían. Se inclinó junto a uno de ellos, colocó la comunión sobre su mínimo cadáver y ordenó varias veces que volviera a la vida. Pero el pájaro, incrédulo, no obedecía a Dios, permanecía obstinadamente muerto. Fue de este modo como la magia que aún latía en aquel corazón adolescente murió también en el gris desafío que no pudo olvidar y lo marcó como un estigma. En adelante, siempre le acompañaría un doloroso sentimiento de desahuciado de la vida.