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martes, 3 de diciembre de 2013

La derrota del viaje hacia la paz

Holts / Mackerras: Marte, el dios de la guerra

Contemplando los siglos observamos que hay dos impulsos sicológicos y dos fuerzas sociales que se disputan el concepto de existencia colectiva: 1) Era común entre los egipcios atenerse exclusivamente a lo establecido, rechazando cualquier innovación en las costumbres (por eso Akenatón, que quiso gobernar con más amplias miras, proponiendo el monoteísmo y que Nefertiti fuese la primera mujer monarca, fue postergado). 2) Por el contrario, era igualmente común entre los griegos practicar nuevos modos, huyendo del estancamiento en lo ya experimentado. 
     Pudiera decirse, simplificando, que Egipto representa el primer gran absolutismo inmovilista, y que Grecia es el prototipo de la búsqueda de un equilibrio entre pueblo y Estado para hallar una fórmula concluyente en que el Estado es el pueblo. Hoy hablaríamos de reaccionarios y progresistas, derechas e izquierdas, y ambas tendencias tienen en Egipto y Grecia sus orígenes.
     La historia del mundo es el resultado del enfrentamiento de esas dos actitudes; y aunque la mirada egipcia, predominante hasta hace poco, vaya siendo relegada por la visión griega, la verdad es que las democracias actuales tienen mucho de dictaduras disfrazadas. Quizá por la pérdida, descomposición o alteración desorientada de lo que Confucio llama “las raíces de la humanidad”, que son la familia, la fraternidad y el respeto a cuantos nos rodean, bases de la buena convivencia. 
     Tal vez el fracaso de la sociedad como viaje hacia la paz y el bienestar solidarios es lo que llevó a Buda, por ejemplo, a desentenderse de la vida social y a buscar la sonrisa feliz en el propio corazón, enseñando a no desear nada del mundo. Desprecio semejante, y amor semejante, predicaría después Jesucristo. Y sin embargo, como más tarde Rousseau, todos sostuvieron la bondad innata del hombre, al que la colectividad convierte una y otra vez en lobo de sí mismo y para los demás, según la sentencia de Plauto universalizada por Hobbes
     El mundo no tiene solución, viene a decir Don Quijote cuando se decide a dejarse “morir, sin más ni más”; y, por eso, mal que le pese a la existencia, los mejores años de Robinson Crusoe son los que pasó en su isla solitaria, lejos del mundanal bullicio, donde querían estar Horacio, Fray Luis y tantos otros, incluso el sabio Edmund Gwenn, fugitivo en “Calabuch” (Berlanga, 1956). No es extraño, pero sí terrible, que Shopenhauer propusiera como única forma de vivir con algún sosiego la consistente en “matar la voluntad de vivir”, regresando al budismo y al evangelio, que suponen una gran bofetada a la política y sugieren que el hombre, en verdad, solo es, como quería Aristóteles, un “animal político” porque necesita defenderse de los otros animales llamados hombres. Y no es casualidad que los héroes magisteriales sean capitanes armados que han impuesto un orden convivencial por la fuerza: Alejandro, Napoleón y otros estrategas que dieron a su inteligencia la forma de una espada.


G. Bellod
     3.000 años de guerras han creado un sustrato social de violencia del que es difícil escapar, a menos que surjan muchos Gandhi en cada país. La guerra siempre ha sido “santa”, tanto para Mahoma como para los cruzados, Hitler o Kennedy: porque lo contrario de ganar es ser un perdedor, cosa socialmente despreciable. El hombre, a su pesar, ha hecho de la violencia una forma de vida, un método de supervivencia. Somos guerreros cinegéticos, belicosos vestigios de un pasado que parece inserto en los genes y que la razón aún no ha conseguido erradicar. 
     Con esos antecedentes parece tristemente lógico que las ideologías se enfrenten en vez de compartir, que los parlamentarios disputen en vez de conversar, y que las circunstancias adecuadas -casi siempre, contrariedades a nuestro egoísmo- enciendan la espita y estalle la bomba interior que salpica, en forma de malos tratos, a quienes nos rodean: hijos, esposa, vecinos...
     Una esperanza queda: puesto que somos buenos por naturaleza, bastaría con no torcer esta para que en una sola generación el mundo fuese otro. Pero al niño no lo enseñan niños con genuinidad o inocencia adulta, sino hombres que adulteran su infancia en cuanto tienen conciencia de que el tiempo es definitivamente oro que hay que convertir en dólares o euros cuanto antes: y esa prisa hace olvidar la sensatez en el camino, crea agresividad, transforma a todos en competidores y enemigos, desata la violencia, no respeta familias, ni instituciones, ni éticas, ni leyes, ni castigos. 
     Todo en el mundo es guerra, afirmaba ya Heráclito