Telemann: Tafelmusik, 4
Lo más doloroso del fracaso de la educación no es, con
ser mucho, que la sociedad sea cada vez más violenta, insensible e insolidaria,
sino que cada día nacen miles de niños predestinados a sufrir un analfabetismo
cultural y humano, y que, por ello, jamás tendrán acceso a la sana convivencia, a
la sensibilidad del humanitarismo y a los bienestares del conocimiento. El
mundo ha decidido progresar hacia afuera y no hacia adentro, puesto que
prefiere correr tras el dinero a caminar hasta el íntimo equilibrio. Malvive el
presente y sueña el mañana sin haber aprendido las moralejas del pasado. Huye
de la historia, la filosofía, la literatura y las artes, y disculpa su huida
con la autoengañosa coartada de que la tecnología bien merece el nombre de
nueva ciencia divina a la que hay que dedicar toda atención.
Sin embargo, caiga
aquí la sentencia de Einstein: “La ciencia puede salvar tu vida, pero no
enseñarte a vivirla. Eso queda para las letras”.
Porque solo aprendemos sin error de las experiencias
propias contrastadas y confirmadas con las ajenas universales; y estas están en
los libros, desterrados hace ya mucho tiempo, para vergüenza de todos, en las
bibliotecas, esos lugares hermosamente íntimos y públicos por los que apenas
unos pocos ciudadanos, más consumidores de revistas que de libros sabios,
suelen hacer turismo.
Lo cierto es que la prisa por llegar a cualquier sitio
que nos haga olvidar el vacío interior, llenándolo con urgentes frivolidades,
impide la lectura nutricia de la mente, el enriquecimiento de la percepción, la
solidaridad del corazón consigo mismo y con los otros. Y no obstante, abrir el
libro idóneo es entrar en la consulta del especialista necesario para nuestras
desorientaciones cotidianas, es escuchar el consejo del mejor consejero y
hallar no solo una momentánea solución, sino la imprescindible comprensión
satisfactoria. Cuántos hombres y mujeres se comprenderían a sí mismos y
solucionarían sus problemas si supieran que lo que les ocurre está ya descrito,
diagnosticado y resuelto en tantas autobiografías, por ejemplo, en tantas
vivencias de otros que, de haberlas conocido, nos hubieran
evitado tropezar en la misma piedra.
Los libros son el verdadero patrimonio de la humanidad, aunque no sean
los lugares más visitados. Y parece mentira que en una sociedad en la que el
tiempo es oro se desperdicie el oro de los libros y una mayoría ciudadana se
dedique a matar el tiempo en vez de vivirlo plenamente, enriqueciendo sus
criterios tras buscar y hallar el talismán verbal o el pensamiento mágico que
nos haga entender que la felicidad es un oasis cuyas aguas no se compran con
dinero, sino con respuestas a nuestras preguntas de insatisfechas criaturas de
esta vida.