Mozart: Requiem
El Poder inventó el Infierno para defenestrar a cuantos se le opusieran. Durante milenios, el poder más poderoso ha sido el de la religión, creadora de mitologías torturantes y paraísos gratificatorios.
Muchos héroes han descendido a los infiernos para demostrar que no temían a los dioses, o para desafiarlos. Hércules, Orfeo, Ulises, Eneas... Jesucristo...
Pero hay otros infiernos más fieros que el infierno: aquellos que resultan del vivir una vida sin dioses protectores y llena de demonios.
Soñadores que encuentran sus sueños trepanados por la calamidad de la existencia. Dostoiewskis y Poes, Baudelaires, Rimbauds, Schúmanes y Moussorgkis, Vangohes o Modiglianis. Alighieris y Sábatos.
No es el infierno el otro, sino uno mismo vencido por los otros al tenerlos en cuenta para la propia estima. Pero el otro, en verdad, es el que queremos ser y se nos niega porque nuestro auténtico yo es la desintegración de unos fragmentos irreconciliables.
El infierno está dentro de nosotros. Quien vive infiernos sueña paraísos. El que busca utopías halla muertes.
Queriendo ser un dios para burlar la muerte me convertí en un demonio ensañado consigo mismo.
He aquí el minotauro que era yo cuando -también- me convertí en mi laberinto:
Antonio Gracia en los infiernos
Al tercer
día no resucité.
De pronto
me sentí como un naufragio
y, entre
las olas, mi ceguera incierta
miraba
crisantemos en el fuego,
un túnel
sin tiniebla, estrellas rotas
y a Dios
besando un labio de Satán.
Había una
mujer de fuego amando,
ángeles
trepanados, santos rubios,
muertos
que resucito en mi memoria,
vírgenes
antropófagas y oscuras,
cruces
desordenadas y una lluvia
como una
sensación de amor profundo.
En las
cenizas del volcán eterno
se
levantaba triste y melancólico
un pecado
con forma de varón.
Después
volví a subir como un ahogado
al mástil
de la vida, y no recuerdo
más que
una obstinación en la mirada
y la
eyaculación de Dios sobre la Virgen.
(1970)
(1970)