Rachmaninov / Rachmaninov / Stokowsky: Concierto nº2
El manantial
Sentía yo que el mundo era un dolor agarrado a mi
garganta.
Aquel niño de once o doce años era empujado por los
claustros del colegio de Santo Domingo hasta los bancos de la iglesia. Una
mañana sintió que debía comulgar, aunque hacía millones de pecados que no se
confesaba; o precisamente por eso. Recogió la redonda eucaristía y trepó por
las destartaladas escaleras hasta la bóveda, donde los pájaros, al intentar
huir de aquel cielo de vidrio al que entraban por turbios agujeros, se
golpeaban contra los vitrales y morían. Se inclinó junto a uno de ellos, colocó
la comunión sobre su mínimo cadáver y ordenó varias veces que volviera a la
vida. Pero el pájaro incrédulo no obedecía a Dios, permanecía obstinadamente
muerto. Fue de este modo como la magia que aún latía en aquel corazón
adolescente murió también en el gris desafío que no pudo olvidar y lo marcó
como un estigma. En adelante, siempre le acompañaría un doloroso sentimiento de
desahuciado de la vida.
El niño aquel oriundo de una infancia triste y sola,
que vendía tebeos para comprarse libros, el niño aquel que todo lo leía porque
aprendió a encontrarse entre las páginas, en las que se había desterrado como
un buen robinsón para salvarse del íntimo naufragio, y a hablarse con la pluma
en un cuaderno para decirse lo que tanto callaba a los demás, aquel que
exorcizaba los pájaros y el viento, sentía, aunque no lo supiera, que la vida
era un libro que debía leer pausadamente para añadir en sus márgenes las
propias conclusiones.
Cuando se decidió a subir a la alta Biblioteca de Teodomiro encontró el paraíso que prometieran los profetas y no hallaban los hombres. Había allí estantes montañosos, habitaciones llenas de gigantescos textos, admirables volúmenes como frutos del árbol del Edén que podía alcanzar sin sufrir purgatorios ni infiernos. Y en aquel cielo estaban Cervantes y Quevedo, Garcilaso y Fray Luis, y muchos más que el profesor enumeraba.
Los paseos cotidianos, durante horas melancólicas, por los puentes y sus itinerarios, la entrada en las iglesias y en la catedral para gozar del silencio sagrado y mirar cara a cara a los dioses que pudieran hallarse en lo alto del púlpito, todo aquel ritual fue perdiendo sus éxtasis y era ahora la inmensa biblioteca, su escalinata gris, la densidad fulgente de sus mármoles, la oscura claridad de la lectura, lo que extasiaba sus tardes y crepúsculos. Héroes de verso y prosa saltaban de las estanterías para entrar en su vida y habitar en su espíritu. Procesiones desde los anaqueles llegaban a su mesa. Amadís, Parsifal, Don Quijote y tantas venturosas desventuras le recordaban las del andante Jesucristo de la Palestina, utópico y poeta. Y una tarde llegó Lope de Vega, el caballero que venciese en lujurial batalla a cien mil mujeres con cien mil sonetos. Llegó y lo enamoró; tanto, que quiso ser Lope de Vega; y tanto, que cuando cumpliera 51 años se ordenaría sacerdote, como él, para abrazar a una hermosa Amarilis y consumar la fusión entre literatura y vida. Pues -empezaba a considerar- la lectura determina la existencia y esta desemboca en la escritura de un hombre renacido en muchos hombres, en un proceso de milenios.
Aquel verano leyó el Siglo de Oro, sobre todo a Lope y
a los suyos, teniendo como escenario su imaginación, en la que cada obra
cobraba la exacta escenografía de sus sueños y fue luego la causa de que odiara
las recitaciones de los tramoyistas: porque nadie decía, ni actuaba, como lo
habían hecho ya las sílfides y faunos de su mente. ¿Quién podría decir “A mis
soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para hablar conmigo / me
bastan mis pensamientos”, sino la voz sin voz de la tristeza? ¿Qué gesto
encarnaría el rostro melibeico cuando Calixto cae por la muralla o doña Inés
conoce la muerte del caballero de Olmedo, sino el mismo rostro de la
melancolía?
La niña
adolescente que lo despalpitaba con sus ojos de mózart y los pechos culpables
de su enardecimiento se paseaba ajena a los seísmos de los que era la causa.
Pero él no concibió su amor sino a la manera de Romeo y de Tristán, y el placer
más que en la forma en que lo pintan Celestina, Salomón y otros muchos. Y
sonaban como batanes obsesivos las palabras: “Perdido ando, señora, entre la
gente / sin vos, sin mí, sin ser, sin Dios, sin vida...”. Eso era ella para él: la plasmación de las
palabras que iban configurando su personalidad. Pronto sabría que vivir es más
que abrir un libro, pero que la vida también transita en ellos, a veces más
enjuta y poderosa.
Lo primero que aprendió aquel niño, cuando salía de su adolescencia y caminaba hacia el oficio de ser hombre, fue que la literatura no es un cementerio de cadáveres, sino un venero de existencia moldeable. Sintió que quienes escribían vencían a la muerte, pues permanecían vivos en sus obras; y vio en la escritura la forma de saciar sus ansias de inmortalidad. Primero halló consuelo en la lectura porque cuanto leía le ayudaba a comprenderse: encontraba dolor por todas partes, como en su corazón. Luego halló que también la palabra es un cadáver, aunque lo resucite quien la lee. Finalmente descubrió que, en vez de recrearse en el dolor, era posible escribir -para sí y, tal vez, para que otros lo leyesen- sobre “la joie de vivre”: que, si en lugar -o además- de dejar caer en la página sus penas, el hombre se esforzase por mostrar sus ilusiones sin llegar a lo iluso, probablemente la vida se contagiaría de la escritura, y en vez de golpearse el cráneo con tormentos se redimiría con el voluntarismo, hasta hallar la armonía de una vida en sosiego.
Así fue como empezó a abandonar a quienes se recrean
en mostrar la grandeza del cósmico estertor de las estrellas, y a buscar a
quienes cantan su fulgor para investirse de su luz: Emerson, Thoreau y Whitman,
por ejemplo. Tarde ya, descubriría en “La montaña mágica” el libro que, tal
vez, amalgama mejor el vitalismo trágico de la carne metafísica y doliente que
es el hombre. Supo, al fin, que la escritura es una gestación y la lectura una
devoración, un canibalismo semejante -y superior- al de quienes desayunaban con
la eucaristía.
Y sintió el mismo entusiasmo ante los cuadros y las partituras. Y consideró que todas las artes son el mismo arte: una indagación en la conciencia individual y colectiva, la búsqueda de un paraíso íntimo y social que satisfaga totalmente al “homo sapiens”, ese ser hecho de desengaños que ansían redimirse. Por eso la música, el cuadro y la escritura son la verdadera trinidad redentora del hombre, la única panacea universal.
Comprendió que si Lope trasladaba a sus versos el autobiografismo síquico que es toda escritura, Shakespeare elevó la pintura sicológica hasta su excelsitud. Y comprendió que si Homero pintaba las guerras de los dioses y los hombres, Wagner escribió igualmente con pintura sonora esas luchas en la Tetralogía. Y que Beethoven había vencido en la Novena el ananké al que se enfrentaban los sófocles y eurípides, igual que Van Gogh exorcizaba su destino sin lograrlo inventariando pájaros -lo mismo que aquel niño en la bóveda triste de su adolescencia- días antes de dispararse sobre el pecho, vencido por el fátum. Con una diferencia: los hombres pintan desde el dolor, a veces superado, de saberse tan solamente carne convertida en ansiedad de espíritu. Y la tragicidad grandiosa de erguirse sobre las propias ruinas no puede superarla ningún dios.
Aquellas plumas, pinceles y pentagramas desembocaban
en él, lo convertían en ellos, igual que otros que siguieran leyendo,
escribiendo, pintando, componiendo, acogerían su identidad, enhebrada como
signos rupestres y mutantes sobre un lienzo, una página o una partitura. Llegó
a la conclusión de que leer es encontrarse con cada uno de los que había sido,
estaba siendo y sería; y que él era también cada uno de los autores, personajes
y lectores -puesto que todos en él desembocaban-. Descubrió que leer es recibir
la más hermosa solidaridad, pues quien escribe ofrenda y lega sus experiencias
a todos los hombres; y que, por eso, detrás de cada uno de nuestros actos
siempre asoma un ejército de péñolas que nos enseña la estrategia adecuada para
nuestras decisiones cuando afrontamos el vivir. Comprendió que la verdadera
felicidad es el epicureísmo de la inteligencia. Aprendió que el presente no es
lo que queda del pasado ni tampoco una semilla del futuro, sino lo que se vive
en cada instante como si fuese el último, liberado este del terror de la
caducidad y de la contumacia ante la eternidad. Halló un verso que resumía la
voluntad como único destino y que tomó como divisa: “Soy el que anhelo ser más
que el que fui”.
Y dedicó casi toda su vida a enseñar ese conocimiento. Y, muy tarde, también se lo aplicó a sí mismo.