Faurè: Elegía
Aníbal Núñez
Son muchos los poetas que
perpetran la edición de sus obras completas o sus memorias apenas llegados al
“mezzo del camin de la sua vita”. Unos lo hacen porque precisan recordar al
lector su existencia y otros porque necesitan sentirse precoces en algo. Poetas
que jamás lo han sido y que no apuntan indicios de que algún día lo sean. En
realidad, nada malo habría en la prematura recopilación si no fuese porque el
crimen de lesa poeticidad ya se había cometido en la primera edición. Esto de
pretender mantenerse en el escenario de las letras es como la lluvia: por cada
oasis engendra mil cloacas. Agónico resulta pensar en tanto autor apenas édito
en su vida y tantísimo vivo amortajado
tan tempranamente en libros.
Otros autores, en cambio, más que
de publicar, se preocupan de crear y les sorprende la muerte con muchos
inéditos en los baúles de la reescritura, lo cual ya me parece un sabio estar
en la poesía (lo de dejar en cuarentena la escritura). Es el caso de Aníbal Núñez (1944-1987), a quien
conocí a comienzos del 68, fecha mítica en la leyenda de mi mente por razones
ajenas al tópico. Por entonces yo descubría mundos... Lázaro Carreter, cuando volvía de sus congresos y se avenía a
sustituir a sus sustitutos, nos atormentaba con Chomski y espiaba nuestras lecturas: Usted, señorita, estará leyendo la guía telefónica para encontrar
novio, claro... Un día descubrí que, además de editor definitivo de El Buscón, era primoroso autor de obras
teatrales que solo un lingüista se atrevería a firmar y que solo algunos
ratones suicidas frecuentaban. Harto de su soberbia y misoginia le confesé que
su pasión teatral no era correspondida por este alumno insumiso y gustador de Lope y Calderón. La respuesta fue la salida del aula y el septiembre en
lontananza.
Fue entonces (y por eso el
preámbulo) cuando vi, sentado a la mi vera en un banco de la Biblioteca de
Anaya, a Aníbal Núñez: dos cursos por delante, algo díscolo y con solo la
apariencia de poeta. Leí algunos poemas de su primer libro, al alimón con otro
autor. No me gustaron. Siguen sin gustarme aquellos textos. Pero su pluma
aprendió a decir de otra manera. Sin gesticulaciones ni embelecos.
Al aparecer su “Obra
poética”, lo hizo bajo el síndrome del panegirismo. Se fundamentaron los editores
para la reivindicación de Aníbal Núñez en la distinción individualista de su
escritura. Ciertamente, no es difícil hacerse con un estilo propio (si el
estilo fuese una manera de expresarse y no una forma de vivir) en un país en el
que todos insisten en escribir igualmente mal. Pero es meritorio intentar que
esa escritura sea no solo diferente, sino aportadora, creadora, no solo
distinta sino distintiva, que imprima carácter al concepto además de ser
característica formalmente.
Aníbal Núñez trata de apartarse, entre los pocos que siguen la corriente
del apartamiento, de la banalidad y del filosofismo. Su dicción es troquelada
con la pasión de quien la contiene cuando escribe para que la verborrea no se
disparate. Eso puede producir frialdad o ausencia de emoción, pero es
contención (no siempre). Más que albañilería hay una arquitectura. Tal vez hay
poca carne en la palabra. Tal vez sobra ironía distanciadora y defensiva.
Algunos poemas tallan altos lirismos. Otros, como en todo poeta, solamente son
la escalada hacia la cima de un estilo, el titubeo ante el hallazgo. Porque
todo autor es una carrera en busca del hito expresivo y la consecuente caída en
el precipicio de la reiteración o degradación de lo encontrado. Aníbal Núñez,
como Hernández o Lorca, y cuantos mueren en plena
madurez juvenil, no tuvo tiempo de caer en el autoplagio, al menos asumido.
Como he dicho, hojeé entonces sus
primeros poemas publicados. Nada que destacar. Años después leí algunas de las Fábulas domésticas y me parecieron de la
cuerda, no de la línea, novísima. Recordé más al autor que al poeta. Ahora vuelvo a hojear, más lentamente, algunos
textos y veo en ellos la pluma del autor con voluntad de tachar más que de
proliferar, de suprimir y reescribir más que de versografiar. Y esa voluntad de
contención, que debería distinguir a todo autor, dignifica su verso y
estructura algunos poemas de entidad y nobleza. El poeta que sale de estas
páginas ya no es aquel que conocí en los claustros de Anaya, a la sombra de Unamuno y Fray Luis. Ha cambiado la euforia y la gesticulación verbal por el
acto conciso de la palabra escueta. Sin duda, su labor traductora le enseñó
mucho sobre la conveniencia de la exacta manipulación del lenguaje. Mucho hay
de escritura automática y estética sincrética. No obstante, es el chispazo de
la vida lo que hace empatizar al lector con un poema. Y eso ocurre con la
invasión de “Casa Lys”, poema que, por su potencia verbal equilibrada, destaco
en este rápido recuerdo. Porque la belleza que importa es la que nace de la
identidad del hombre, no solo de la entidad que llamamos literatura.
Los críticos no escriben sobre poesía, sino sobre los libros de versos
publicados. Por eso los poetas, en vez de intentar escribir plenos poemas,
escriben versosemas para los críticos y antólogos, con lo que la poesía se
degrada cada vez más. Porque los poetas atípicos no encajan en los esquemas de
la crítica y se quedan fuera de los estudios y las antologías. Solo unos pocos
deciden mantenerse al lado del poema y conseguirlo a cualquier precio. Yo creí,
hace años, que podía ser uno de ellos (me faltaron la inteligencia y el
coraje). Aníbal Núñez lo fue. Probablemente.