Temía tanto perder a la persona amada que, para tener siempre algo que darle, y recibir algo de ella, le daba apenas nada para que siempre esperase más y volviese, siempre, a por más. Creía que es mejor mantener hambriento a alguien que saciado y satisfecho. No sabía que el corazón no entiende de cartillas de racionamiento. No sabía que quien más hambre tiene es quien mejor comprende que debe dar de comer en abundancia. No sabía que el corazón no piensa. No sabía que el corazón está diciendo siempre: "quiéreme". No sabía que incluso la razón siente como un corazón esforzado en ordenar sus pasiones. No sabía que hay que saciar la sed, no solo mitigarla. No sabía que entregarse caudalosamente, lejos de agotar el manantial, lo hace inextinguible y despierta más sed en el río en el que desemboca. No sabía que quien quiere ser verdaderamente amado debe hacer lo necesario para convertirse en insustituible en el amor.
A Welista le ocurría todo eso: creía -no podía evitar creerlo- que poner obstáculos era una caricia y no un arañazo. Temía -invirtiendo el orden natural- perder a quien le amaba si le entregaba todo su amor. Finalmente, habiéndose convertido a fuerza de contumacia en un castillo inconquistable, el caballero que pretendía conquistarlo -para convertirlo en un palacio, pues amaba aquel bastión- consideró que tal castillo bien merecía quedar inconquistado, enhiesto, solo, en su páramo hirsuto.