Wagner: Funeral de Sigfrido
Yo no sé qué decirte. Nunca
he creído en ti.
No es fácil aceptar un
Creador Infalible
que otorga a sus criaturas
la ténebre conciencia
de su mortalidad como un
fiero castigo.
¿Quién crearía un mundo
fieramente implacable
en el que toda vida conduce
hacia la muerte?
Si esa es tu identidad, ¿qué
esperabas de mí
sino cólera, y odio, y
vergüenza de ser
hijo de los sadismos en ti
confabulados?
Y si tu esencia es otra,
¿cómo amar un misterio
que engendra en quien
intenta descifrarlo
dolor, duda muriente,
laberinto inconcluso?
¿Quién me clavó la daga del
sufrimiento estéril
entre el ser y no ser del
liviano estilete
para que una respuesta
finalmente encontrada
no exigiera una vez y otra
vez más preguntas?
Ya que todo lo puedes, si
eres quien dices ser,
siente y piensa tan solo
como un hombre cualquiera:
y verás que no hay hombre al
que no le repugne
tu omnipotencia ignota, tu
ilógica materia.
Tal vez eres tan solo la
invención de mis ansias
y, como hijo de un hombre,
te he creado confuso,
invisible y eterno para que
ni los ojos
ni la razón consigan darte
límite y forma,
único modo de que lo
imposible
se pueda concebir como
probable
y llamar a ese sueño
perfección.
Soy frágil: necesito creer en
la existencia
de un ser que garantice que
mi dolor, un día,
cesará para siempre y será
compensado
con el hallazgo de una
explicación
a tanto sinsentido
inexpugnable
a los combates de la
inteligencia.
Eso te pido, Artífice
del caos y del orden,
del sosiego y de los
desasosiegos:
un solo instante de
clarividencia
que me permita perdonar
tu enigma y tu estrategia
contumaces.
Tú dices ser mi origen y
destino, mi padre
y mi útero futuro: rememoro
mi infancia
y me veo en la gruta huyendo
de los fríos,
dibujando bisontes y
exorcismos,
caminando senderos en busca
de un gigante
que me ayude contras las
hecatombes
de la naturaleza: tal vez
así forjé
tu sustancia: con sueños y
temores.
Y si es así, no existes y
soy yo
quien te ha dado la fuerza
que no tienes ni tengo:
soy mi propio enemigo y
redentor,
mi víctima y verdugo, mi
eternidad mortal.
¿Qué puedo hacer sino seguir
creyendo
que existes en algún lugar
remoto
inal-
canzable por mi mente, y que
tú, desde allí,
posees el poder de darme
paz?
¿O aceptaré que eres la
cósmica existencia?
Ya ves: he terminado por
rendirme
igual que un siervo a su
señor feudad.
Y me pregunto: ¿qué,
qué haces con tanto ejército
de hombres humillados,
tanto cadáver yerto
perfumando
con su fétida nada tu trono
soberbioso?
Si tú fueras un hombre y yo
tu sueño
acaso no querría que
despertases nunca
para no avergonzarme de mí
mismo en ti.
Pero esto, Milord, solo
son las devastaciones de mis
sueños.