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martes, 1 de octubre de 2013

El abrazo incesante

Grieg: La mañana

Mis salidas al mundo son excepciones en mi vida porque mi casa se llama soledad. Sin ella no soy nada. De ella me alimento y ella es mi sustancia. Soy una isla y a ella regreso tras cada desembarco en aquellas otras en las que se me acoge. Soy un invasor que no admite ser invadido.

Con palabras similares solía explicar y excusar su comportamiento: su ausencia. Y añadía: Debo dejar de verte porque me estoy enamorando de ti.

Ellas, indefensas tras haberlo sentido avasallador con la palabra y con sus actos, no comprendían ni querían aceptar que esa realidad no era un espejismo. Ahora me lo dices, cuando ya me has invadido, reprochaban en voz baja.

Ciertamente, no existía maldad; ni siquiera premeditación. Pero el daño brotaba. Sin embargo, ¿cómo dejar de vivir en otro corazón, en otro cuerpo, en otras vidas?

Ahora bien: ¿Qué empezaba a cambiar, qué había cambiado? Porque esta vez confesaba, advertía, prefería no herir. ¿Estaba aprendiendo a amar o, simplemente, a sentirse culpable?

¿No eran sus improvisaciones un aviso, una estrategia y un anhelo de su corazón?:


          Yo quiero amarte como se aman las estrellas:
          mutuamente se entregan la luz, nunca las sombras.
          ¿Por qué no puedo amar como deseo?: el cielo
          convertido en tus ojos y en tu cuerpo, el océano
          batiendo su rumor dentro del pecho, yo
          en abrazo incesante amarrado a tu amor.
          Allí donde no existan el tiempo ni la muerte;
          allí donde no sepa que te amo y tal vez
          tú me ames también y tampoco lo sepas.