Rameau: Las Indias galantes (pinturas de David)
Siempre he vencido la curiosidad por leer la segunda parte del Robinson Crusoe, en la certeza experiencial de que nunca -casi nunca- segundas partes fueron buenas -salvo, por ejemplo, las de El Quijote o Residencia en la tierra-.
Del Robinson importa la aventura interior, el confidencial proceso de superación ante la adversidad y reconstrucción de un mundo perdido. De ahí que pueda -y deba, tal vez- leerse prescindiendo de sus capítulos prefaciales y epilogales; es decir: los que parecen añadidos a esa aventura interior para fortalecer su entidad de novela convencional, explicativa de cómo el héroe llega a la isla y sale de ella.
Estos últimos días, queriendo gozar del placer de una historia en línea recta, la odisea interior de la supervivencia, sin fuegos de artificio y con la voluntad como único tema, he vuelto a leer la historia del náufrago y también -pero a vuelalectura fugitiva- su segunda y poco quijotesca salida aventurera.
Efectivamente: Defoe cayó en el mismo error que los actuales editores de adaptaciones juveniles: considerar que lo que atrae es su piratería y anecdotario exterior y suprimir, por tanto, la introspección. La Segunda parte ya no trata de Robinson Crusoe, el caminante de su propia mente, sino de un tipejo llamado Defoe que corretea en busca de lectores que le ayuden a pagar sus deudas.