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lunes, 1 de julio de 2013

La construcción del poema (XVI): Hacia la luz



                                                         Fauré: Sonata violín y piano


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LA CONSTRUCCIÓN DEL POEMA (XVI)
Hacia la luz


1.- Contra una luctuosa tradición 

A.- Hace 24 siglos Platón, el más influyente de los filósofos, defendió que todo lo material es un impedimento para alcanzar una más alta e ideal realidad. De donde se derivó el menosprecio de nuestra propia materia: el cuerpo y la vida terrena. El mundo tuvo tan mala suerte que hizo que el cristianismo catolicista llevase a sus últimas consecuencias no las enseñanzas de su mesías sino las de Platón, y erigió el azote de la carne como purificación del alma, y el culto a la muerte como entrada para el cielo. Todo ello condujo a una concepción tenebrista de la existencia.

B.- Y, en verdad, si miramos en nuestro entorno histórico, encontramos que demasiados han reflejado tal desolación. Las pinturas de “El Bosco”, “El caballero y la muerte” de Durero; el infierno verbal de Poe, el spleen de Baudelaire, la mente torturada de Dostoievski; la música herida del “Viaje de invierno”, de Schubert, los “Cantos a la muerte” de Mussorgski, “La isla de los muertos” de Boeklin y Rachmaninof, las “Canciones a los niños muertos” de Malher; las danzas de la muerte, el “trago” de Manrique, el penar de Boscán y Yepes, fluyendo como una lágrima interminable desde el Medievo hasta el S de Oro, el XVIII, el XIX, hasta la “pena” negra o bruna lorquiana y hernandiana … las pirámides y mausoleos…  son iconos de un mundo agonizante en el que el pensamiento y el arte están siempre sitiados por la cosmovisión fúnebre. Todo son premisas que confluyen en el S. Becket de Esperando a Godot y en las palabras de Camus en Calígula: “Los hombres mueren sin haber sido felices”.

C.- No es extraño que, en medio de esa cultura luctuosa (cuya representación más emblemática podría ser Tediato, el personaje de Cadalso), muchos hayan sufrido de anhedonismo (incapacidad para sentir alegría), como muestran estos versos:
                       No es la felicidad, sino el dolor
                       lo que rige este mundo.
                       Sólo somos pasado luctuoso
                       fluyendo hacia la muerte.

Comprobémoslo: regresar a la infancia es observar que la vida es un libro en cuyas primeras páginas se prometen júbilo, dicha y plenitud, palabras que la adolescencia va trocando en desengaño y tedio, de modo que la vida parece un paraíso que va convirtiéndose en infierno. La existencia, así, transcurre entre dos puntos irreconciliables: el ansia de vida y alegría y la constatación de que la muerte todo lo destruye -incluso el deseo de vivir-. Porque la tristeza se pega a las paredes, las personas, el tiempo; y nos contagia. Recordemos como inocente y emblemático ejemplo la Tortolica de “Fontefrida”, que prefiere sufrir a vivir alegre. No en vano César Vallejo se lamenta de que “Hay ganas de no tener ganas, Señor”.  Dos siglos antes, Samuel Johnson había escrito que “En todas partes la vida humana es una condición en la que se sufre mucho y se disfruta poco”. Y Gertrudis Gómez de Avellaneda escribe en una carta que este mundo es pequeño en felicidad y grande en amarguras, pensando en el suicidio. Suicidio que ha dejado de ser un rasgo del Romanticismo y al que cada día se acoge más el mundo moderno, como demuestra la Organización Mundial de la Salud al señalar la depresión como la mayor causa de muerte en la actualidad. He aquí un breve poema atribuido a la suicida Karoline Günderode:       
                       La imagen pura del dolor antiguo
                       signa mi corazón y lo condena
                       a sentir a través del sufrimiento.
                       Sé que el arte transforma la agonía
                       en inmortalidad.
                       Conjuro las tinieblas en silencio.
                       Mas solo llueven nubes y derrotas
                       sobre mi voluntad.

Voluntad es lo que se precisa frente a la adversidad, aunque solo unos pocos convierten su destino en voluntad, como se afirma en este texto de Beethoven –que, como los anteriores y posteriores, me atrevo a versificar- poco después de sobreponerse a su intento de suicidio en Heiligenstadt:
                      Sé que debo morir mañana.
                      Pero aún hay suficiente plenitud
                      y alegría en mi alma: no podrán
                      la muerte y su equipaje de tristeza
                      impedirme vivir esta armonía
                       jubilosa y doliente hasta que llegue
                      el espasmo inasible de la nada.

Arte, pues, reflector de una realidad agonista que ha azotado la Historia.
La Muerte regidora de la vida


2.- Propiciar otra tradición.

Sin embargo, hay otra Historia: la que impidió Platón al tachar los escritos de los hijos de Homero que no estaban de acuerdo con él, la de cuantos prepararon el pensamiento de Epicuro: que esta vida es válida y gozable, que es un breve paraíso con sus límites, que el cuerpo no es un enemigo del alma, sino el rostro que la individualiza. Y para devolverle dignidad a esta vida primero hay que devolvérsela al cuerpo, no con un superficial placenterismo sino con un hedonismo metafísico. Esa tesis, aunque pueda considerarse pagana, viene avalada por autores ensalzados por la Iglesia. Salomón en el Cantar de los cantares canta la sensualidad -el cuerpo- como fuente de alegría: “Acompáñame, pues mi lecho es alegre”, dice la amada; y el obispo de Hipona (San Agustín) no entendía el amor como una abstracción, sino como una concreción: “El amor me es más dulce cuando gozo tu cuerpo”. Ni siquiera Jesucristo condenó el cuerpo sexual, pues no lo hizo con el de María Magdalena. Satanás, en El paraíso perdido de Milton, envidioso, contempla el paraíso al mirar cómo se gozan los cuerpos de Adán y Eva: “Así estos dos / disfrutarán entre sus pobres brazos / del más feliz edén: / un cúmulo de dichas sobre dichas”. Más desenfadadamente se lo toma E. Pardo Bazán, quien escribe lujuriosa y juguetona a Galdós: “Qué deseos tengo, pánfilo mío, de echarte encima este cuerpote y aplastarte”… Sabían que es preciso abrir las ventanas para apagar las sombras.
“Luz, más luz” gritaba Goethe defendiéndose de la muerte. Muchos hijos de Homero han luchado por poner más luz en las tinieblas: el Renacimiento antropocentrista colocó al hombre en el lugar que ocupaba cualquier dios; Leonardo y Miguel Ángel miraron la realidad con una luz más clara; Colón o Galileo mostraron otros mundos más allá de esta tierra y este planetoide; Shakespeare, Cervantes, Balzac… tradujeron a palabras muchos rostros íntimos del hombre; y cuando la sociedad necesitó liberalizarse, Dickens desaherrojó a los niños con sus novelas y Mary Wolstonekraf a las mujeres con sus manifiestos feministas; Wordsworth nos enseñó a mirar la naturaleza; Darwin, Freud, Einstein mostraron que el hombre no necesita deidades, sino que se basta solo, si es preciso, para vivir solo y morir solo; Emerson, Thoreau, Whitman enseñaron un vitalismo envidiable; y cuando fueron necesarios, Locke, Jefferson, Madison defendieron los derechos sociopolíticos; las ciencias marcaron una concepción de un mundo más gozoso en el que no solo existe el sacrificio o la tragedia… Ahí están estos y otros, como luminarias inesperadas. En ese mundo libre de prejuicios y vuelto a la inocencia sí es posible escribir, sin sonrojarse, sencillos poemas como este de Pedro Abelardo:
                    Si yo fuera un poeta
                    de la estirpe de Dante o de Petrarca,
                    y pudieras creerme, te diría:
                    Para mí son más bellas tus palabras
                    que todo el universo constelado,
                    y prefiero tu risa
                    al cascabel que irradian las estrellas.
                    No hay más materia que la de tu cuerpo
                    ni más alma que la de nuestro amor.
                    Ni siquiera los dioses
                    tuvieron tanta dicha.
                    Soy la felicidad cuando me abrazas.

D.- Por cuanto he dicho, es imprescindible una revisión y reescritura permanente de toda la Historia, la personal, la actual y la universal, no solo de la memoria histórica reciente, para liberar nuestras conciencias. Es decir: hay que poner en orden a los hijos de Homero, reconsiderar sus actitudes y aptitudes. No puede negarse el penar de este efímero infinito que es la vida, pero anclarse en él es un error. Cervantes lo resume bien: “Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si las sienten demasiado también los hombres se vuelven bestias”. Es preferible tomar como referencia momentos en los que la adversidad se transforma en voluntad. Porque es cierto que algunos vivimos en el infierno; pero siempre mirando al cielo y sus estrellas. He aquí, por ejemplo, tres momentos culminantes y ejemplares: entre torturas y cárceles, Boecio teje su Consolación por la filosofía; mientras espera ser detenido y ejecutado, durante la Revolución francesa, Condorcet escribe su Historia del progreso del espíritu humanoMessiaen compone en los campos nazis su Cuarteto para el fin de los tiempos. Actitudes así deben ser las premisas para un mundo justo: sobreponerse a los errores del pasado para que cada vez queden más verdades que mentiras: más hechos que interpretaciones de los mismos. Porque la Historia la cuentan siempre los vencedores; pero la verdadera Historia solo debe ser escrita por la límpida democracia, en la que todos debiéramos sentirnos ganadores.
       En fin: en las salas de autopsia hay una inscripción: “Este es el lugar donde la muerte se alegra de ayudar a la vida”. Debiera ser una declaración de principios. Porque también es necesaria una renovación del espíritu del arte y la escritura: un ejercicio de voluntarismo para convertir el llanto en canto hasta cantar para que el corazón se llene de alborozo. Esto me recuerda los versos de Huidobro: “¿Por qué cantáis la rosa, poetas; hacedla florecer en el poema”. Porque la palabra no debe ser solamente “literatura” sino que ha de brindarnos otra realidad: la íntima ascensión, resilencia: panacea, no epitafio. He aquí un ejemplo de Tristan Marke:

                         Solo hay una poesía necesaria:
                         aquella que consigue contestar
                         las preguntas que siguen sin respuesta.
                         Convirtamos la pluma en un oasis.
                         Mirad cómo el poema exorciza el dolor
                         de la furtiva rosa.
                         Comprended que cantar es el camino.