Saint Saens: El cisne
Era un atardecer con un sol tan decadente como hermoso en su crepúsculo. La luna asomaba su sexo ambarino igual que una danzarina que solo mostrase el vértigo de su pasión en el gesto y no en sus movimientos. Mi corazón camina hacia la muerte, pensé mientras la brisa caía desde el árbol como un pájaro ausente que rozase sus alas en mi rostro y mi pecho. Los siglos se pasean por el tiempo como autobuses lentos, inexorables, repletos de cadáveres y seres que no quieren morir pero que el camión de la basura de la vida recoge a cada instante sin aviso. O acaso llegar a cierta edad es llegar a la estación en la que cualquier día te suben a algún tren hacia la sombra y mientras llegas solo tienes recuerdos para entretener el viaje sin retorno.
Eso es, así es: todos los días pasan autobuses y trenes, camiones-basura esperando cogernos, triturarnos, convertirme en despojo, dejar mi sitio a otro que viva con mi vida y bese con mis besos, utilice mi cuerpo para vivir sin mí: ya no podré tocar los cuerpos, ya no podré ser tacto para nadie. Y así debo aceptarlo si no quiero ser más necio que nunca: porque quien se obstina en ser joven cuando ya no lo es está muriendo de muerte más estúpida que el adolescente que se empeña en parecer un hombre en plenitud.
Veamos: he rebasado los 600 meses. Dicho así no parece tan grave. Eso no significa que madurar sea rejuvenecer. No quiere decir, tampoco, que deba otear el horizonte como si la vejez fuese el jinete único que cabalga hacia mí. De hecho, estoy más sano y optimista, nunca bulló mi sangre como ahora, nunca
he rehuido tanto a los amigos que quieren considerarse así para ser algo nuestro porque nada significan ni son para sí mismos. Nunca he estado enfermo; y si de pronto lo estuviera gravemente, basta con despedirme de la vida de una forma serena y repentina. Nací sin enterarme: pues moriré sin que se enteren. Estar vivo es un don, empiezo a sentirlo como un bienestar, un pasivo placer que activa otros placeres. Por eso morir no puede ser un envejecimiento, un desenvivimiento. Morir tiene que ser un aerolito que de pronto me aplaste, no una lluvia que me inunde y ahogue lentamente. Eso es. Morir valientemente, con una sonrisa y una mueca burlona. Pero perder el equilibrio, ver derribado el espíritu por los paroxismos de la carne, gritar como un aullido interminable que se sabe a sí mismo gritando desaforadamente, eso no, eso nunca. Ni la enfermedad ni la senilidad: la muerte como el último placer que evita y burla la humillación y el sufrimiento.
Sonaban las “canciones sin palabras” de Mendelsohn, y parecían retratar mi impotencia verbal.
Ella me oía queriendo ser la cuna de mi muerte, tratando de darme vida con sus besos: no comprendía -nadie quiere entenderlo- que no hay quien pueda vivir la muerte de otro.