Rimski-Korsakov: Sherezade, III
Habían vivido lo bastante como para saber que la experiencia enseña a reconocer los errores del pasado, pero no a evitar los del presente. Él escribía su vida, y ella pintaba la suya.
Cuando se encontraron por primera vez se supieron fragmentos de un mismo todo. Ambos sabían que el silencio es lo que queda cuando no logramos expresarnos: absoluta soledad o clarividencia fértil. Y también querían escribirlo, pintarlo: para tocar la perfección, siquiera por un instante.
Durante unas horas se amaron levemente, como si fueran los primeros habitantes de ese país desconocido al que unos llaman amor inalcanzable y otros fascinación ocasional. Y en sus almas guardaron la sonrisa interior de haber rozado un feliz carpe diem.
Entre bromas y veras decidieron marcharse a una isla desierta y robinsónica en la que solo hubiera cocoteros y besos, amaneceres y abrazos, la belleza y la luz. Allí se expresarían solamente los cuerpos, y con ellos el espíritu, la claridad, la alegría de un mundo liberado de la muchedumbre y un universo endulzado por enjambres de estrellas. Eso contemplarían en la noche cimbreada por la brisa: el cosmos y su límite infinito, el abismo del corazón abierto a quien se ama, la escritura abisal, la pintura del vértigo transformado en sosiego.
Soñaron con la isla donde todo es posible, incluso el renacer de la infancia y la intemporalidad, la redención del primigenio júbilo.
En la mitad de un beso prolongado, como si un tiburón de proporciones oceánicas mordiera sus entrañas, descubrieron, de pronto, que estaban cometiendo el mismo error a pesar de toda su experiencia y la experiencia de la Humanidad: habían vuelto a soñar.
Y el cielo, hecho pedazos, cayó sobre sus párpados.
Pulsar para leer