Katchaturiam: Adagio
El amor le crecía cada vez que escuchaba, cuanto más lo leía. Cada palabra era el latido que su corazón habría querido dar desde hacía mucho tiempo y no sabía cómo. Aquella voz le decía todo lo que durante tantos años deseaba decirse a sí misma y no sabía: era el cuajarón de su mente. Allí estaba ella, escrita, dicha por la mano de aquel que sabía leer en su espíritu incluso antes de que las palabras apareciesen en su frente. Y lo amaba también por lo que hacía con su cuerpo. La transportaba a un lugar escondido que había estado en ella desde siempre pero que nunca nadie había despertado. Una lava rugiente, un bálsamo olvidado, un sahumerio extinguido, un perfume sin nombre, una música extraña, un incienso de carne, una mezcla de misticismo y placer insoportable la inundaba con olas de todos los colores, la derrengaba y extasiaba sumiéndola en un trance, como si regresase de una tortura placentera cuando él se apartaba y le dejaba un beso tenue en su frente serena y sudorosa. El semen derramado caía acariciando la piel mientras se deslizaba hasta la sábana. Y la respiración dejaba su jadeo para aspirar amor. Amor era aquel sexo, amor era aquel cuerpo, amor aquellos labios, amor la habitación, amor el tacto de su pecho en sus senos, de sus pubis extenuos, de sus manos gaviotas, aquel acoplamiento de todos los tamaños, vertical, paralelo, genuflexo, voraz: amor era la noche y amor eran los días desde que conoció a aquel hombre de ojos insostenibles, de mirada insolente a la par que abrazante, de mirada de vértigo y de hipnosis susúrrea, de mirada envolvente, de mirada vampírica.
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