Ketelbey: En el jardín de un monasterio
Siempre fui un mal estudiante: ansioso de saber y ajeno a cualquier obediencia. El día anterior al examen, por la noche, solía colocarme ante el libro de texto y fotografiar cada página con un flash de los ojos; durante el ejercicio me ensimismaba en un viaje interior y buscaba con el escáner de la mente el lugar del libro donde estaba la respuesta. Era una buena “chuleta”, e invisible. Siempre me decía a mí mismo, para justificar el hastío -que otros llamarían vagancia-, que ningún mérito tenía aprobar estudiando. Además: en lugar de perder el tiempo con aquel material huero que de poco servía, me dedicaba a leer la fuente del saber: libros y libros, y más libros.
El método daba tan buen resultado que seguí practicándolo en el palacio de Anaya salmantino: cuando me cansaba de fastidiar a mis compañeros, bromeándoles sin gracia en la biblioteca, empezaba la sesión fotográfica. Y leía las obras sobre las que los manuales teorizaban. Si algo aprendí en la Universidad fue que quien quiere aprender algo tiene que aprenderlo por sí mismo.
Ahora creo que lo voy olvidando todo lentamente. La vida, como la memoria, es también un fraude. Hay tantas cosas convertidas en recuerdos que si no olvidásemos nos transformaríamos en galaxias que acabarían estallando. De modo que es como si la muerte, generosa, quisiera mitigar con el olvido el sufrimiento de la despedida.