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lunes, 13 de agosto de 2012

El infierno está dentro de nosotros



De niño tenía que asistir a misa diariamente en el colegio. Como el único libro que podía llevar a la iglesia sin tener que esconderlo era uno que contenía los evangelios en páginas pequeñas y delgadas, los días que no conseguía escabullirme por pasillos y escaleras lo leía como única evasión de aquel ritual del “ite missa est”. Así que a los once o doce años conocía bien las aventuras de un singular buen hombre que se llamaba Don Jesucristo de Palestina -caballero verdaderamente andante y más quijote que el que luego conocería-. Por eso me admiraba que los curas y seglares del colegio se comportasen no solo con desconocimiento de la bondad de aquel crucificado, sino como si pretendiesen emular a los fariseos que asediaban al hombre de la cruz, pues escogían el castigo y el odio como prédica, y la humillación del cuerpo como medicina para el alma.

Pasados muchos años, no me extrañó encontrarme con algunos compañeros de aquel tiempo cuya mente esperpéntica denotaba la lucha entre la represión y la ansiedad: aquellos profesores sacerdoteados habían transformado en padres de su propio infierno a quienes quisieron convertir en hijos del cielo. 

Ensor: La hipocresía