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jueves, 16 de enero de 2025

Miguel Ruiz Martínez: Sobre Antonio Gracia, 2


En busca de la luz, buscando a Oniria

Del blog Literatura y patrimonio.

La luz, una búsqueda constante de Antonio Gracia a través de su obra. En nombre de la luz es un libro luminoso, y valga la redundancia, que el autor escribe iluminado por la antorcha que Prometeo blandió para entregar el fuego -el conocimiento- a los mortales. El libro se abre en una introducción del crítico más profundo, y más constante, desde hace mucho tiempo, de la obra del poeta, el profesor Ángel Luis Prieto de Paula, que lleva por título “La poesía de Antonio Gracia”. El autor dedica el libro a Oniria. 

El poemario está estructurado en cuatro apartados: En el origen, Amanecer en la noche, Tres palimpsestos, Una poética. Dentro de este último apartado, dos partes: La estrategia del verbo y La búsqueda de Oniria.

“La búsqueda de Oniria” ofrece una leve introducción y seis ítems titulados: En un mundo esforzado, El tema, Este libro, Un tratado encubierto, Refundición o corolario, Identidad de la poesía.

¿Se podría decir que Oniria es un secreto, un enigma, deliberadamente implicitado y explicitado también por Antonio Gracia? 

Repaso su bibliografía. Tengo casi todos sus trabajos. Y rayos de luz en todos ellos reflejan y refractan todos los colores. Parte de esos libros los debo a la generosidad del poeta. Otros los he buscado yo. Sus libros, uno a uno, en busca de Oniria, en busca de la luz.

Esa búsqueda permanente me retrotrae a tiempos pasados, a hace más de medio siglo -siempre el tiempo-, cuando vivía frente a la torre de la iglesia de Santo Domingo. Tiempos en que compartimos un viaje por España, autostop y tren. Un verano, julio, creo que 1970, llegamos a Salamanca, en cuya universidad se había licenciado en filología románica. Allí, la ciudad y el licenciado Vidriera nos esperaban: “Salamanca que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado”, varios días, una pensión, los alrededores de la Plaza Mayor, sus colegas, una escritora, el amigo salmantino pequeñito, que no paraba de reírse, Pepito el Sandio, si Sandio, si Sandío, algunos vinos, algunas cervezas, cacahuetes, aceitunas -creo que allí no son olivas, como aquí-, boquerones en vinagre, medallones innumerables, las estrellas del cielo encuadradas en el skyline del rectángulo celeste e inmenso de la Plaza Mayor, constelaciones que enviaban mensajes que jamás serían recogidos. En Anaya y sus alrededores Antonio me contaba anécdotas de sus andanzas, dignas algunas de narrarse en las novelas del Lazarillo, Lázaro Carreter en la cátedra, por la Plaza, las vaquillas de los pueblos, la puente del toro, el charco y el salto del ciego que vio las luces al estamparse contra una pared, la calle de Franco antes Toro que bajaba en rambla hacia el río, una orilla del Tormes, la otra, Fray Luis de León, Unamuno, la Ponti, la rana de la portada plateresca, la calavera, el gitanillo, las riberas del Tormes, las barcas del Tormes, los patos del Tormes,  el fluir de las aguas del Tormes, las portadas, las catedrales, el sonido de los pasos sobre las losas del pavimento. Y también, quizá, habló un poco de ella, de la ausente, tal vez sin proponérselo, de la ausencia de la chica que vivía en una residencia universitaria, un poco dijo, no me llegó a decir el nombre, la llamó, eso creo, en alguna ocasión, Oniria. Y poco más. Algo de una ausencia a partir de una noche.

Al cabo de dos días, me dijo que se iba a Ciudad Rodrigo, a ver a unos conocidos. Yo me quedé en Salamanca, toda para mí. Confieso que visité casi todos los monumentos de la ciudad que siempre se pintó de rosa casi todos los atardeceres y todos los amaneceres. He vuelto muchas veces a Salamanca, que tenía razón el frágil licenciado de Cervantes. La ciudad, en mis ojos para siempre desde la margen del otro lado, catedral en lo alto, el sol mirando con fuerza, toda luz del mundo. Vi, varias veces, a Miguel de Unamuno, atormentado en una plaza pública por un escultor. 

Un día llegamos a Ávila, en tren. Por la mañana. Creo recordar que fuimos, la memoria es débil, a buscar a Oniria, la ausente, entendí en aquel entonces. Y sigo, medio siglo más tarde, intuyéndolo. Antonio, cada vez más, a medida que la vida va fluyendo y acercándose al mar, es más explícito al respecto. Creo que la ausencia de Oniria llevó al poeta, durante varios años de su juventud, a transportar una bala en sus bolsillos, enseñándosela a sus amigos, incluso a los que no lo eran, proyectil al que sacó lustre con sus manos, a fuerza de exhibirlo ante el tiempo que pasaba. 

Llegada a la ciudad de las yemas, por la mañana. Largo camino en ascenso. Entrada al camposanto. Por las calles de las viviendas de los muertos. Tumbas en horizontal, lápidas mirando al cielo.

Las fotografías. Antonio Gracia llevaba una máquina de fotos. Hizo algunas. Avenidas y calles. Cruces, mármoles, piedras pulimentadas. Flores marchitas. La verdad es que la mayor parte de las fotos de esa jornada las hice yo. A él. Antonio en una calle del cementerio. Antonio, homo legens, buscando un nombre entre los nombres. La búsqueda duró más de una hora. Una de las fotos, más de una, se la hice a Antonio crucificado. Lo cuento. Una de las tumbas estaba rematada por un Cristo de tamaño natural en la cabecera. Un Cristo crucificado entre el de Velázquez, el de Goya y el de Rubens. Antonio, ni corto ni perezoso, -que nunca se ha cortado un pelo cuando ha querido hacer algo- se subió sobre una lápida, se puso delante del crucificado, se subió a una pequeña peana y cuando estuvo preparado me dijo dispara. Y disparé. Una vez, otra y otra, tres veces, de frente, a la izquierda, a la derecha. Y se bajó de la cruz, que no había muerto en el empeño. No sé si conserva esas fotografías. Lo cierto es que no me las enseñó cuando las reveló, al regreso, en Orihuela.  Lo que tampoco hizo fue decirme si encontró a Oniria. O no. Ni yo se lo pregunté.

Por eso, cuando En nombre de la luz he encontrado en “En busca de Oniria” me he acordado, me he emocionado con el recuerdo de la ausente que buscó, creo, en el cementerio de Ávila, una mañana de finales un julio, jornada en que, crucificado, no murió, ni siquiera tras tres disparos secos. No sé si quedan imágenes de los tiros de una máquina de la luz que utilizaba un carrete en blanco y negro. 

¿Qué dice Antonio “En busca de Oniria”? Comienza con un enunciado sobre su natalicio al mundo del arte: “Nací cuando necesité pensar para combatir la muerte.” ¿Combatir la muerte universal, la de la hora de todos, o una muerte concreta, la de la amada? Vuelvo a releer En busca de la luz. Y llego a la página 76 en que un poema hermosísimo llamado “Nocturno salmanticense” puede darnos, quizá, a lo mejor, alguna de respuesta sobre la luz, Oniria, que no cesa de buscar a Antonio Gracia:


Nocturno salmanticense


Hemos vuelto a los ríos y a los chopos

de nuestra adolescencia. El agua, el viento

aromaban la tarde y un edén

se abría ante nosotros. Si una flor

latía, o si un pájaro cantaba,

eran requiebros silenciosos, éxtasis

de nuestros corazones bajo el puente,

mientras mugía el toro, embravecido

al oír el fragor de nuestro abrazo.

A menudo la lluvia de la noche,

o la escarcha estrellada de los astros,

pretendía lavar nuestro alborozo,

borrar de nuestra carne tanta furia.

Han pasado los años y me ofreces,

y te ofrezco, agua y viento, estrella y rosa, 

como reviviscencia del amor.

Hoy el Tormes agita la memoria.

Te veo sonreír de nuevo, escruto

el fulgor de mis ojos en tus ojos,

y el edén se renueva. Aquella dicha 

vuelve a nacer entre nosotros. Canto.


Original en el blog Literatura y patrimonio.

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