De la incredulidad
¿Quién no quiere creer en un gigante
tan infinitamente poderoso
que lo salve de todo, del temor
a las fieras y al hombre,
a cualquier contingencia tortuosa,
y más, a la agonía y a la muerte?
Invócame en el día de la aflicción;
te salvaré y me glorificarás.
Ese es el Dios de los creyentes,
el resplandor que impide ver el miedo,
ilumina las sombras del futuro
y asegura la luz en todo tiempo.
No condenéis, por tanto, mi tragedia,
sino alentadme para que mi falta
de fe se fortalezca con mesura,
la simple humanidad de que estoy hecho.
¿Quién no querrá creer en esa magia
que abraza la razón y la apacigua?
Y sin embargo, ¿cómo responderse
a las inevitables embestidas
del pensamiento?¿Cómo
aceptar que el creador de toda perfección,
en vez de sonreírme me da lágrimas,
me hace imperfecto y no se apiada
de mis imperfecciones, me abandona
en medio de un naugragio
que también él ha creado?
¿Si existe un Ser perfecto considera
que crearme imperfecto es su deber
y forma parte de la perfección?
¿Me castiga por qué?
¿Porque es delito haber nacido? ¡Pero
si es él el que me empuja a la existencia!
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