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sábado, 18 de enero de 2025

Paseando entre libros.



Compré hace años una maravillosa estantería y la abarroté de libros -como las otras, menos maravillosas, con baldas y no estantes-. Trajinaba a su alrededor, hace tres noches. De pronto sentí un estruendo que me pareció el gruñido de un seísmo: pero eran los libros, derramándose como riscos del pasado y la sabiduría; y todo el placer que había obtenido durante mi existencia se me vino encima como una babilonia tratando de vengarse con mi confusión y sueños rotos.
     Era de noche, hace tres noches, como digo, y luché desaforadamente para que los estantes no se resquebrajasen como ya había ocurrido con uno, cuyo centro partido derramó en catarata sin niágara ni monroe sus astillas de cerámica y fierro sobre los otros, alfombrando el suelo y las páginas con añicos y esquirlas. 
     ¡Claro -pensé- tantos cerebros sentidores, pensadores y escritores reunidos equivalen a un universo con más gigas y toneladas que un dinosaurio fósil infinito!
     Recordé los versos cervantinos en "El curioso impertinente" (creo que del cap. XXXIII, 1ª parte de El Quijote) referidos a la mujer, pero que podían ser retrato de aquel instante:
                                      Es de vidrio la mujer
                                      y no se debe probar
                                      si se puede o no quebrar,
                                      porque todo podría ser...

     ¿Había intentado yo que sostuviese el catafalco aquel demasiados mostrencos sapienciales? Llamé y grité en mi auxilio a los garcilasos y cervantes, los borges, dostoiewskis y otros gárgolos y cía; y nada: que me las arreglase, que ellos ya habían agotado sus esfuerzos.
      Así que me sentéme y la miréla -la estantería, digo-, roja como un corazón tibio desangrándose. Y aún sigo contemplándola: igual que si esperase que la sabia catástrofe encuentre un bucle en el tiempo y retroceda hasta recuperar el gran rostro de esfinge que tenía.

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