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miércoles, 11 de diciembre de 2024

Raquel López Sánchez: EN NOMBRE DE LA LUZ, DE ANTONIO GRACIA

 DESASOSIEGO PERPETUO Y REDENCIÓN DEL ARTE

(SOBRE EN NOMBRE DE LA LUZ, DE ANTONIO GRACIA)


Raquel López Sánchez


Antonio Gracia, En nombre de la luz

Introducción de Ángel Luis Prieto de Paula

Madrid, Huerga y Fierro (col. Signos), 2023



Tras muchos años de silencio poético, de la desolación del hombre enfrentado a una muerte que concibe inaceptable y que culmina con el admirable libro Los ojos de la metáfora (1987), Antonio Gracia (Bigastro, Alicante, 1946) emergió nuevamente con Hacia la luz en 1998, inaugurando así una fértil y dilatada trayectoria poética que se extiende hasta nuestros días con En nombre de la luz (2023). La andadura lírica de Gracia, si no supone una aceptación absoluta de la tragedia en que la muerte convierte a la vida, sí implica “una cierta luminosidad de la mirada proveniente de los fogonazos que ayudan a vivir”: el arte, la música, la poesía…, pero “también la contemplación de un mundo exterior tan terrible a veces como a veces maravilloso, el amor, la solidaridad humana, la historia de la humanidad y una cierta comprensión filosófica que […] convierte la vida al menos en algo casi aceptable” (Bonmatí, 2023). Afirma en el prólogo Ángel Luis Prieto de Paula que el autor podría compartir, por edad y formación, “buena parte de los valores y la mitología sesentayochistas; sin embargo, su hipertrofia yoísta lo hace renuente a asumir su condición histórica”.

La potencial inflamación del yo tiene que ver con el desasosiego perpetuo ante los anaqueles de la existencia, que colma con la voz intertextual de otros autores. Gracia concibe la existencia como un fracaso, tan solo redimida por el arte y la belleza. La obra poética de Gracia, aduce Prieto de Paula, responde a dos períodos psíquicos de naturaleza desigual. Mientras que el primero de ellos se hace corresponder con el dominio del patetismo iconoclástico, el segundo se caracteriza por la serenidad del verso y la búsqueda insatisfecha de la felicidad que cede ante la aceptación de los límites. Gracia ha llevado a cabo la práctica de la evisceración de su intimidad en una obra lírica cuyo hilo de escritura y de publicación se asienta sobre la complejidad. Proliferan las composiciones que circulan de uno a otro libro y se pone en primer lugar la presencia del intertexto como una integración múltiple de otras voces, nombres diversos en los que se distribuye la voz del autor. El conjunto de su obra bien puede distinguirse de conformidad con dos momentos estéticos. Al primero de ellos corresponden los títulos La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980) y Los ojos de la metáfora (1987, pero concluido en 1983).

En los quince años que distan entre 1983 y 1998 predomina el silencio purgativo, si bien en 1993 vio la luz Fragmentos de identidad. Transcurridos los años de silencio, el segundo momento estético responde a la publicación de Hacia la luz (1998), un auténtico punto de inflexión en su trayectoria tras el que se suceden los libros casi con atropello. Libros fundamentales de este tramo son Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2003), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007), Fragmentos de inmensidad (2009), Hijos de Homero (2010), La condición mortal (2010), La muerte universal (2013), Bajo el signo de Eros (2013) y Lejos de toda furia (2015).

La primera parte de En nombre de la luz, bajo el título “En el origen”, aparece integrada por dos extensos poemas, “Argonautas del tiempo” y “La conquista del pálpito”. Cada uno de ellos cuenta con varias partes y suponen una representación subjetiva del desarrollo del mundo y del hombre con una extraordinaria potencia expresiva que es fruto de la emoción del poeta. En “Argonautas del tiempo”, el poeta aduce que “la vida es solo un viaje hacia la muerte” y que no canta a la luz, “sino a la lucha por conquistarla desde las tinieblas”. Este poema es una visión del principio fantasmático de la experiencia existencial, algo así como una conciencia despertándose de su amniosis. A pesar de la indeterminación ocasional, consecuencia del fracaso universal, Gracia se ocupa mediante recursos verbales de formular preguntas y de afirmarse en la fijación de realidades, en las cuales entra en comunión con los avatares de la existencia. En estos poemas, Gracia recupera sus inicios, principia de nuevo su particular andadura por los recovecos de su propia obra y plantea los tópicos fundamentales de la existencia, los arquetipos de lo real y las ideas transcendentales del mundo del hombre. Su discurso argumental relata la posibilidad de volver a comenzar con el propósito de afianzar cada paso y garantizar así el sentido de su existencia. El de Gracia se perpetúa como un viaje parapetado en el deseo de la trascendencia, “por los alrededores de la nada / hacia un todo infrangible y armonioso”. “¿Quién no ha sentido que es injusto un mundo / en el que el ansia de supervivencia / lucha constantemente contra / la conciencia de la mortalidad?”. He aquí que surge el poema, entre la sed de justicia y el ansia de supervivencia.

La segunda parte, integrada por un total de 43 poemas, se congrega bajo el epígrafe “Amanecer en la noche” y consigna la presencia de un dolor que se eterniza, un estado desesperanzado que arrastra al poeta a la pesadumbre de un universo utópico que aparece esbozado en su solo pensamiento. La aflicción del sujeto poético se rebela contra sí misma en un intento por abrazar la tristeza con el frescor de la esperanza. Su alma aparece entonces sosegada, mientras sus versos alcanzan una transformación casi mística: “Inmensa hermosura / aquí se muestra toda, y resplandece / clarísima luz pura, / que jamás anochece; / eterna primavera aquí florece”.

El tono narrativo cede a los remansos líricos en los que el poeta busca sentirse amado por los designios inescrutables del destino: “Ya nunca escribiré más epitafios / en la triste corteza de los árboles”; “Tal vez existan alas / que vuelen a la luz”. El poeta narra en sucesión el deseo de la esperanza, un destello que ilumina sus desazones advirtiéndole “que el sol y las criaturas continúan / amando y siendo amados, / y que ese hermoso bucle / de la creación no lo quebrantarán / agónicos lamentos y tristezas”. El alzamiento anímico retorna, sin embargo, al redil de la tristeza, pues “la vida es el lugar donde morimos” y “hay golpes en la vida / tan fuertes, yo no sé”. La intertextualidad vallejiana eleva el canto del poeta como un grito de auxilio. “El dolor es el que rige el mundo / desde el mismo momento en que aprendemos / que somos fugitivos de la muerte / y el nombre de la vida es agonía”. Por su parte, el sentimiento amoroso persiste en el fondo y en la forma de todos sus versos: “Y a pesar de las gárgolas y olvidos / sigue la luz brotando en nuestros ojos”; “Quien persigue la luz halla la luz”. Las formas de su erotismo se explicitan como un sentimiento espiritual y una elevación de la percepción amorosa, de tal modo que el deseo y el amor articulan una base que principia con la plenitud del instante y culmina con la fugacidad de la vida.

El sesgo contemplativo del amor comprende un breve reposo ante el que se impone, no obstante, el desasosiego perpetuo: “Por las mañanas siento la tristeza / del mundo”, y “vivir es solo / construir con las ruinas del pasado / un presente sereno, convertir / cualquier apocalipsis cenital / en una parusía cotidiana: / violar el sinsentido de la vida”. El Eros y el Thanatos se dan la mano en un flujo sembrado de dolor y penumbra que aspira a la superación del fatalismo. El poeta impone sobre la polifonía de la obra el registro de su propia voz autorial, que trasciende en consideraciones sobre la muerte, la vida, el amor, la salvación por el arte y la belleza. Eso sí, impera el regreso de Gracia al camino constante de su noche: “Nada existe que nunca se marchite: / la juventud, la rosa, la belleza, la vida / mueren y dejan solo el doliente recuerdo / de que fueron y somos fugaces apariencias / de eternidad, extrañas utopías”. “La pasión de vivir, el impulso feroz / por devorar el tiempo antes de que nos mate” se concretan en la plausible inmortalidad y plenitud de las obras creadas; así, el arte es cauce de redención para el desaliento voraz del espíritu: “Pero soy solo un hombre sin más armas / que el sueño de sus versos: ellos son / mis frágiles hazañas, pues traté / de convertir en himno la elegía / como un breve consuelo”.

El libro es rematado por “Tres palimpsestos” y “Una poética” en la que se fragua el autorreconocimiento del poeta, esto es, un intento de definición de su propia Poética o, lo que es lo mismo, de su propia vida: “Nací cuando necesité pensar para combatir la muerte. Pensar es ordenarnos en palabras”. El corolario de la obra, “La búsqueda de Oniria”, constituye una recapitulación donde el poeta expone su divisa: “oponer al tragicismo existencial la voluntad hímnica hasta convertir en himno la elegía”. El final de En nombre de la luz explicita las bases teóricas que mueven su escritura, delinea el perímetro de su universo intelectual y condensa la aventura interior que es la trayectoria poética de Gracia, un recorrido existencial que lo convierte de receptor sufriente a emisor actante de alegrías. Se trata de un proceso de maduración que registra la experiencia particular de vida en perpetuo diálogo con el curso de la historia. En definitiva, En nombre de la luz lo conforman cuatro partes que funcionan de forma autónoma y que pretenden complementarse y enriquecerse, significándose al cabo como un tratado que es refundición semántica de toda su obra.

La hipótesis inicial de Gracia se ve cumplida, pues toda creación entraña un palimpsesto y la originalidad no es sino una reescritura. La historia misma de la Cultura, ese universo de universos, debe entenderse como un palimpsesto en el que se sucede la actualización de los mismos hechos en busca de una verdad definitiva que, a fuerza de constantes actualizaciones, resulta inexistente. El postrer libro de Gracia, así pues, no configura solamente un libro de poemas, sino que se consagra como un ensayo poético sobre la poesía en cuanto vida y, en este sentido, como un periplo ascendente que va desde el tedio de la vida hasta el conato de impulso vitalista. El resultado de este “escribivir” es un viaje hacia dentro, es decir, hacia los pulsos que integran su propio ejercicio de creación poética, hacia las grandes temáticas que obsesionan al poeta y que renuevan la mitología de su escritura conformando la propia identidad de la Poesía como una autobiografía psíquica.

El discurso narrativo de Gracia en este corolario se sucede en interrogantes acerca del estatuto mismo de la poesía; de este modo se cuestiona el poeta qué cosa sea la que convierte al poema “en un ente consolatorio, salvador y perdurable”; “Qué cosa sea la que nos atrae, convence, seduce o hechiza de un texto”. No son pocas las preguntas y tampoco lo son las posibles respuestas encubiertas. Acaso la premisa más importante sea que el poema atienda directamente a lo esencial humano con la voluntad del hombre de quedar entre los vivos mientras la muerte sigue acechando rampante. Al fin, sin desprenderse de cierto tono confesional, los poemas de Gracia implican el descubrimiento de la luz íntima; como él mismo aduce, “que el locus amoenus solo existe en un lugar llamado corazón”. Su pretensión de verbalizar es un asedio contra el fatalismo existencial: “Yo no canto a la luz, sino a la lucha / por conquistarla desde las tinieblas”, versos que concentran la idea sustantiva de la existencialidad de Gracia.




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