Oda
Qué aromada belleza la del fruto
abierto en tajos o racimos, puesto
su relámpago dulce ante los ojos,
gozosos entre tanta algarabía
de sabor y color, y complacencia.
Uvas y fresas, nectarinas, moras,
sandías y manzanas, piñas, higos
y dátiles: un bosque de placeres
conjurados en el empeño amable
de alegrar los sentidos. Sorbo el fresco
fulgor de sus delicias; dejo el tacto
fluir desde mi boca hasta el más puro
deleite de mi carne;
y en ese instante el orden rige el mundo
y la existencia, frágil, se alboroza.
El ágape acabado,
¿acabó la frugal felicidad?
Sobre la tierra quedan los despojos
al amparo del sol y de la lluvia:
breves semillas que serán raíces
de árboles nuevos y de nuevos frutos.
Y considero que también el ave
y el pez fecundarán el mar, la tierra,
como el esplendoroso fruto finge
que su final no es transfiguración;
que, muerto yo, daré luz a una estrella
nacida de mi propia fe en la luz;
y que la muerte nada puede, nunca,
contra el vivir. Que seguirán los astros
muriendo: renaciendo.
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