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martes, 2 de abril de 2013

La razón suicida (Actualidad de La Celestina, III)

Wagner: Tristán e Isolda
3. La razón suicida.- 

Ahora bien: Esa energía erótica es susceptible de convertirse en el único motor de la existencia. Por eso se prefiere morir cuando la vida, falta de tal energía, carece de sentido: quien cifra en su amado -o amada- la motivación o razón de su existencia no siente deseos de vivir al morir esa causa. La vida se alimenta de ansia de vida y cuando esta desaparece el espíritu se ensimisma y el corazón es un lugar oscuro y solitario que termina por convertirse en un calabozo en el que la mente se tortura y del que necesita salir por la única puerta que se le abre: el desanhelo, la insensibilidad, la liberación del sufrimiento, la nadificación: he aquí la razón del suicidio de Melibea -y por la que mueren Isabel en “Los amantes de Teruel” o “Macías”, o Werther, o Isolda en la ópera de Wagner, y tantos otros héroes literarios. Esa razón queda explícita en el verso de Garcilaso: Que no hay sin ti el vivir para qué sea (Égloga I), palimpsesto de la afirmación de Melibea ante la muerte de Calisto: Muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vivir (XIX). Melibea convierte cartesianamente a Calixto en su “cogito ergo sum”, su “amo, luego existo” o “existo porque amo”; por eso, como digo, cuando muere el objeto de su amor, no teniendo razón para existir sino para sufrir, busca en la muerte la calma que no tiene: “no existes, luego mi amor es una espada”. El suicidio como última voluntad de autodeterminación y como un desprecio hacia la incompetencia de un Dios que no ha sabido o querido crear la obra perfecta o armoniosa.

           Melibea se comporta como cualquier mujer u hombre auténticos de cualquier tiempo. Sufre la opresión, desea la libertad y cuanto significa esta y le ofrece. Siente el amor como una imperiosa e ineludible necesidad para que la existencia le sonría. Pasa del rechazo del sexo como pecado a la persecución del placer como felicidad. Y cuando esta desaparece, la muerte es para ella lo que el siquiatra para el hombre actual: una defensa contra el sufrimiento. Cuando Melibea, en el acto X, conoce la causa de su enfermedad y que esta solo puede sanarse con la medicina que todos condenan aunque con ella se curen -el sexo; Quevedo: “enfermedad que crece si es curada”-, su mente orbita entre el sueño y la realidad, la pureza de los sentimientos y la necesidad de saciarse con las emociones. Se desmaya sintiendo medievalmente, con la represión castrando y sublimando su naturaleza, y se despierta pensando y actuando renacentistamente. Esa es su actualidad, ya lo he dicho: la concepción de la libertad expresiva del cuerpo como rostro de los sentimientos y las pasiones. El despertar de Melibea supone el triunfo de la vida sobre la prevaricación de la existencia. El último significado de La Celestina, como luego el de Romeo y Julieta, es el del triunfo del amor y el fracaso de los amantes: porque Rojas era sin duda un idealista que soñaba desde la realidad. La Celestina importa porque nos muestra unos amoríos en un mundo esquizoide de la naturalidad. Pero es importante porque expone el romance imposible entre dos filosofías, la medieval y la renacentista, la vieja y la moderna; es decir: la antigua Grecia. Calixto es la EM, el cristianismo acérrimo y la visión intolerante. Melibea es el Renacimiento, y aunque muera porque el amor no entiende de filosofías, vence porque representa el triunfo de la libertad, el mundo pagano aleteante siempre y casi siempre postergado. Pero hay más: la exégesis que se hace de esa placentera sexualidad, lujuriosa o enamorada, viene a ser, además de un carpe diem, la más clara negación de la tremenda concepción vigente de que el mundo es “un valle de lágrimas”, y su suicidio razonado -el suicidio de la razón, buscadora de argumentos para seguir viviendo- un esputo contra Dios. Con lo que puedo deducir que La Celestina es una obra revolucionaria en lo que atañe más profundamente al hombre: su verdadera identidad.

         Y esta es su actualidad.  Porque una obra es actual, aunque se haya escrito hace mil años, cuando su lectura reitera en cada lector las emociones, sentimientos y comportamientos esenciales y constantes en el  hombre. Si Trotaconventos la prefigura, solo es un esbozo de un oficio, no de un carácter; no así el Ama de Julieta, La lozana andaluza, las alcahuetas de “El caballero de Olmedo”, D. Juan Tenorio... Las obras que importan no son reliquias, sino pervivencias; no anquilosamientos, sino trascendencias. De su vigente actualidad, de que sus contenidos esenciales, al margen de lo que le importa a los críticos y otros entusiastas del cascarón del huevo y no de la sustancia y su meollo, dan buena fe la presencia en autores actuales, de los que citaré tan solo a dos alicantinos. Miguel Hernández quedó tan impresionado por su lectura que escribió un esbozo celestinesco, además del poema “Vecino de la muerte” (vecina de la muerte -IV-). Y Carlos Sahagún repite el llanto de Pleberio en un poema.