Wagner: Ocaso de los dioses
Si Aristóteles concibió un universo estático, Lucrecio lo necesitó expansivo. Ya San Agustín supuso, rozando, entonces, la herejía, que Dios tenía que estar “haciendo algo” antes de la creación, que había un tiempo antes de lo que cuenta el Génesis. Y así lo ve la ciencia.
La memoria demostrable de nuestra sustancia se remonta a unos quince mil millones de años, cuando el Big Bang inició su estallido y la nada -que alguna cosa sería- se llenó de materia incandescente e implacable, que fue ordenándose desde el caos hasta un cosmos aún inacabado.
Son quince mil millones de años transcurridos desde el Big Bang. ¿Y antes? El individuo es un microtiempo en ese océano intemporal, en el que las estrellas nacen y agonizan a lo largo de millones de milenios. Y ante tal inmensidad no es extraño sentir que la vida es un lugar oscuro y solitario, un locus horribilis en el que transcurre la agonía de sabernos mortales. Por eso la necesidad de un Ser Garante nos empuja a creer en él, o a inventarlo.