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viernes, 13 de junio de 2025

Calabrés, Valerio - 4

 VALERIO CALABRÉS (1)



             La civilización en la que sobrevivimos ha engendrado una naturaleza reprimida y una cultura represora. Es sumamente difícil librarse de ese determinismo. Empezar desde cero, regresar al comienzo y estructurar el universo nuevamente, construir otra vez los peldaños para subir, al fin, a una escalera de la que no podemos asegurar que no sea igualmente un error paralelo al que intentamos subsanar, una torre babélica e inútil. Sería imprescindible filtrar toda la historia, reconstruir los hechos y los libros, pensar genuinamente como si la virginidad de pensamiento fuera posible aún. Y no lo es. Aunque hay que intentarlo, tratar, en todo caso, de equivocarse por sí mismo pretendiendo acertar antes que asumir el error conclusivo como premisa de nuestro futuro pensamiento. No hay que tener miedo a equivocarse, sino a empeñarse en tener razón. He ahí los fanatismos y, por contra, la búsqueda perenne. Significa leer, leer, leer, desenhebrar en lo posible las subjetividades o aceptarlas como un azar imprescindible para el hallazgo de la verdad sincera. El sabio no es el que tiene muchas ideas, sino el que estructura una capaz de integrar y conciliar todas las otras. Hay que buscar la lógica que admita que el absurdo es otra lógica en apariencia inadmisible. Tiempo para pensar, leer, reflexionar, barajar, concluir, escribir. ¿De dónde tanto tiempo?

           Mientras esperaba que acabase el sumario y concluyese el juicio, calculé desolado: “Es terrible. Aunque leyese diez horas diarias no podría sumar más de trescientos sesenta y cinco libros al año, y durante medio siglo de lectura sólo conocería menos de seis millones de páginas, es decir, ni siquiera veinte mil libros, o apenas un millón, dos millones, contando los que, nada más empezados, resolviese abandonar al advertir que son zarandajas. ¿Y cómo conseguiría quinientos millones de dineros para comprarlos? ¿Y de dónde sacaría las horas para escribir lo que aprendiese y dedujese de la vida de los libros y de mi propia existencia? Porque de nada sirve leer si no se sacan las propias conclusiones que eliminen las lecturas prescindibles y se suman las imprescindibles en otro nuevo libro. Tendría que abandonar el trabajo, toda tarea, para seguir leyendo, y dejar de leer para escribir. Y así, cuantos vengan detrás de mí con el mismo afán renovador. La vida es un libro interminable que vamos reescribiendo cada vez que leemos el que, existiendo, permanece siempre inacabado”.

               Esta consideración me abatió durante una semana. Hasta que decidí del mal el menos: obligué a mi abogado a que, puesto que veía imposible evitar que me condenaran, se las arreglase como fuera, mintiendo, comprando, como fuera, para que, en vez de a la cárcel, en donde las posibilidades de acceder a una biblioteca eran ningunas, me redujesen de por vida a un manicomio; yo me declararía loco y firmaría lo que fuese necesario, y aun más; y no sería difícil conseguirlo: porque en un mundo de cuerdos tan poco lúcidos cualquier asomo de lucidez se entiende como súbita o crónica locura. Y vendería mi historia al mismo Periódico que me enjaulaba -con la amenaza de venderla a otros y comprometer su versión de los hechos. Y así fue. Y aquí estoy.

                Hay miles de libros en esta loquería, antiguo monasterio o castillo desvencijado por el tiempo a las afueras de la urbe. Los que necesito y no están me los hago comprar. Leo durante catorce o quince horas diarias, con lo que mis previsiones crecen un cincuenta por ciento. Los médicos me tratan con respeto y afecto, porque les he hecho creer que soy un Alonso Quijano de los tiempos modernos. Si no fuese porque entorpecería mi estudio con las pesquisas que ello comportaría, ya hubiese matado a algunos cuantos que no saben ni dónde tienen la cabeza, y mucho menos el cerebro. De vez en cuando, durante las sesiones de terapia, les permito llevar las riendas del diálogo hasta hacerles creer que saben mucho y que juegan con mi mente; y de pronto los sorprendo en medio de una frase, revuelvo sus argumentaciones y las convierto en juicios contra sí mismos, dejándolos caer por el precipicio de sus convencionalismos sicológicos y mostrándolos caídos y burlados por el loco de los libros. Sé que algunos me odian y que de buena gana me mandarían a la silla eléctrica de sus electrochoques; pero yo me planteo sus sesiones como partidas de ajedrez y les dejo ganar una sí y otra no para que vuelvan y discutan entre ellos quién pierde o quién le gana más partidas al “empaginado”. Son unos necios, ellos son los verdaderos locos, como todos cuantos se aferran a una vida que exige prescindir de sí mismos para ser admitidos por la sociedad. Sin embargo llaman “loco” a quien tiene tan arraigada la conciencia de su individualismo que deserta de la colectividad por considerarla una enajenación. Es la nueva ciencia: la ciencia de la amputación de la personalidad que proporciona la naturaleza, con sus avatares, aciertos y fracasos, pero sin condicionamientos predeterministas en aras de un bienestar consistente en talar los sentimientos, las alegrías y tristezas. Estos personajillos, médicos cuadriculantes de la mente, los jefes de partidos, sindicatos, gobernantes, directivos de Prensa y de los organismos económicos, curas y represores de todos los estratos, son cirujanos de la monstruosidad, profanan la sustancia del ser llamado hombre, cosifican la verdadera ciencia, la vuelven contra sí, hacen de la maquinalogía y la igualdad malentendida furiosos enemigos de la ciencia real. 


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