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jueves, 3 de noviembre de 2016

Autorretratos fúnebres

Botticelli








Asusta considerar cómo el hombre se miente para salvarse y sobrevivirse, cómo los hombres se enmascaran de lo que quieren ser y no consiguen. 
     Por ejemplo: para paliar el efecto demoledor de la conquista del paraíso americano durante el XVI, los europeos pintaron el mundo como un lugar idílico y divino, regidos por la Iglesia. La pintura y la música dieron fe de ello.
     Sin embargo, además de las guerras del viejo continente, unos 20 millones murieron tras Cortés y Pizarro en el nuevo, bajo la égida de las armas y las enfermedades. 
     Nos engañamos para no reconocer que todo cielo conlleva un infierno, y todo infierno puede trocarse en paraíso. El siglo XX mostró abiertamente, con su arte, esa catástrofe. 
     El siguiente poemuelo trata de mostrar inútil y tajantemente esa innombrable ignominia, quizá porque cuanto más indefinible es algo más lo intentamos definir. 


Mil novecientos siete. Fue en París. 
Grünewald, Botticelli y Rafael
nos alegran el alma con sus cuadros, 

pues nos hacen sentir el universo
y admirar su armonioso laberinto
con una escueta sencillez hermosa
que hace invisible su complejidad.
Pero un día Picasso y Braque luchan
por explicar también el mundo, en lienzos 

liberados de aquella preceptiva.
Y no es el corazón el que ahora canta, 
sino la inteligencia, que comprende
que el universo ha entrado en la pintura 

desde una luz letal, tras cinco siglos
de pincel admirable y luminoso.
Canta la inteligencia mientras llora
el corazón, pues le demuestra el arte
con sus conquistas o sus deserciones
-¿no ocurre igual con Schoenberg y con Kafka?- 

que el mundo que refleja no es la égloga
que antaño parecía, sino el rostro
de un monstruoso ser ensimismado
en su propio dolor.