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domingo, 21 de septiembre de 2025

El choque de los cuerpos (La construcción del poema)

    El choque de los cuerpos

          1. Un misterio sin máscara.-   El amor es el único misterio cuya incógnita no existe. Es decir: que no es un misterio. El hombre se ha preguntado por qué ama sin considerar que la palabra amor y la palabra hombre, como especie o género “animal racional”, son dos sinónimos. Por naturaleza, el animal siente atracción por sus semejantes, necesita su contacto: es la sensualidad lo que define su convivencia. Se rige por la animalidad y no sufre traumas porque no amputa ni castra sus necesidades. No obstante, al aparecer en el animal humano el último órgano biológico, la racionalidad, esta condujo el cuerpo y la mente animales del hombre por los mejores caminos de la existencia que supo discernir de entre la información que llegaba a su cerebro. Pero la información de ese incipiente cerebro inteligentemente sensibilizado no siempre era correctamente computada, con lo que los silogismos de la novicia racionalidad, sobre todo al tribalizarse, fundamentados en débiles premisas, a menudo desacertaban en sus conclusiones. De ahí que la Historia sea la relación de unos principios que se autocuestionan y reciclan en cuanto aprendices de sí mismos. 

El hombre es un ser en continua evolución porque es un ente en perenne ansia de autoperfección. Ama porque se ama. Se entrega al otro cuerpo y la otra mente porque necesita ser tocado y sentido, ser pensado y recibido. El amor es la satisfacción de la aceptación y la entrega. El beso, la cópula, son las señales por las que el cuerpo y la mente se dicen a sí mismos que la sensualidad, la vida, se cumple como ordenan los cánones, los genes. El amor es una razón genética que la racionalidad social ha desnaturalizado y problematizado. Cuando un hombre o una mujer preguntan “¿por qué amo?” están pidiendo desde la inocencia olvidada una responsabilidad a las formas del pensamiento religiososocial que tan impunemente han ejercitado su ponzoña castradora de la verdad del corazón, al que han culpabilizado por no reprimir su espontánea naturaleza.

            Mary Shelley, a los 16 años, escribía: “...sintiéndome realmente viva, amada”. Y no se equivocaba en su identificación de vida con amor. Porque el amor es la confluencia de sentimientos y pasiones, fiebre tumultuosa y espasmódica que solo halla descanso al consumirse en el fuego que la incendia. La imantación recíproca que ejercen la masculinidad y la feminidad es la prolongación de la fuerza genesíaca del macho y de la hembra que liberan su energía agresiva en el orgasmo, liberación imprescindible para el mantenimiento del equilibrio biológico. El ser humano ha heredado de ese vigor fungible la necesidad de perpetuación como aceptación por parte de la Vida de que el “ser sexual” (porque, sin duda, la identidad de la especie “homo sapiens” es la de “ente sexual pensante”, “ente perpetuador de sí mismo”, antes que ninguna otra cosa) es un ser que se realiza y cumple con su significado cuando forma parte de la cadena de la supervivencia: cuando mediante la eyaculación y recepción del semen -la fertilización- se prolonga en el otro, que es un yo inmerso en la inconmensurable carrera de relevos que es la existencia y es la Humanidad. Porque en los genes se agrupa la materia, la sustancia, la esencia. Véase cómo, exaltando la sexualidad, el amor nace de ella, en este poema de Diego Torres

Dama de la mirada luminosa: 
cómo golpea el viento tus caderas 
desnudas junto al mar 
que guarda su fulgor color bajo tus párpados; 
arrecifes de luz rasgan tu piel 
y te abrazan las olas 
persiguiendo la cópula infinita. 
Tus pies errantes trazan en la arena 
huellas de antiguos peces, 
sirenas diluidas, geometrías, 
fábulas de coral, astros de fuego. 
Hay en tus labios pájaros, 
frutos y laberintos. 
Te persigue el océano amoroso, 
la lluvia interminable te persigue. 
En tus ojos la noche 
se llena de caminos: 
mientras gira la luna 
-doblándose en tus senos-, 
tu cabello derrama su azabache 
sobre mi rostro: y nazco 
cuando llega el amor desde tu sexo.

            Ahora bien: cuando la inteligencia necesitó crear la reglamentación social y de esta se derivó la intolerancia, lo que era pura biología, estado natural y orden sin caos, se vio afectado por la razón, represora o controladora. Y propuso un orden generador de caos, porque la animalidad entró en conflicto con la racionalidad. Entonces se bifurcó la mente bajo el peso del cuerpo: se espiritualizó para sobrevivir o mantener vigentes, aunque clandestinados, los instintos sicofísicos desterrados al subterráneo de la conciencia: y la concupiscencia se convirtió en sublimación, inalcanzabilidad, trovadorismo, misticismo: al fin y al cabo, ancestrales eran los ritos religiosos a la fecundidad agrícola y humana (y así lo grita el ritmo genesíaco de “La sacré du Printemps” de Strawisnki), y la carnalidad fue considerada un agravio, un pecado, un ostracismo y un tabú. Pero ese estado de sonambulismo no pudo resistir la presión de su propia esencia: la salacidad; y abrió una grieta en el muro infrangible en apariencia: y el sexo se levantó como un tirano, cuando no era sino naturaleza, y se mixtificó y masoquizó y sadoquizó en forma de aberraciones divinas y diabólicas, consecuencias y fugas de la auténtica aberración sexual, la castidad, fruto de las ideologías represoras conversas en sectas eclesiásticas que confundieron “siquis” con alma divina y, pretendiendo salvaguardarla, la torturaron al impedirle manifestar su interrelación con el cuerpo. “El cantar de los cantares”, el “Cántico espiritual”, “Saló”, “Las once mil vergas, “La máquina de follar” y tanta literatura erótica son textos que reflejan la huida como liberación de ese laberinto. Hay un conflicto entre el cuerpo y el ánima suscitado por el enfrentamiento entre la naturaleza y la cultura. Y como el ánima forma parte del cuerpo y este de aquella, su interrelación provoca una esquizofrenia emocional. Sin embargo, hay que darle al cuerpo lo que es del sexo y al espíritu lo que es del amor. Porque el amor es la magia que nos permite creer -demasiado efímeramente- que algunos seres humanos son dioses: la amada, el padre, el hijo, el héroe. Pues el corazón es el más hermoso de los egoístas: está diciendo siempre “¡Quiéreme!”. Y necesita chocar los cuerpos para reconocerse amado. El tacto es su carné de identidad.

        2. El cuerpo como palabra.-  Giulietta Guicciardi, todavía doncella y, por tanto, guiada por un impulso instintivo, definió así el amor: El amor es un sentimiento impalpable que te empuja al deseo de palpar. Eso es amor: incitación y excitación, sentimiento y pasión. Cuerpo y espíritu, tacto y contacto. El amor no se contenta con distancias, suspiros, sutilezas desmaterializadas. Que esto de ser platónico y honesto / más parece que amor filosofía, dice, diestramente, Lope
             Vivimos en un mundo que ha desterrado la expresión de los sentimientos al rincón de las debilidades. La filosofía machista tiene como premisa que la fuerza es lo que importa, que la sensibilidad es un afeminamiento, que sentir está bien para las mujeres, los niños y los débiles. Por eso los rostros se muestran duros, famélicos de gestos, hambrientos de una gestualidad serena y apacible, coléricos o amargos. Pocos ojos nos miran sin esquivas miradas, sin retorcidos síntomas, satisfechos de lo que ingresan las pupilas y la piel en la mente. Pocas miradas son el espejo de una personalidad completa, sin resquicios, sin hambres, sin huecos afectivos. Casi todos ocultamos y deterramos el niño que somos, nos avergonzamos de él. Y ese niño interior patalea reclamando su vida emocional. Sus puntapiés y gritos mueven el corazón y nos provocan terremotos mentales. Ser adulto significa haberse convertido en suicida inconcluso del niño que fuimos. Y esa sinrazón y asesinato de la sensibilidad, que marca el presente como una vida aséptica, se proyecta hacia un futuro en el que sentir, tanto como pensar, será, también una insoportable aberración. “Un mundo feliz”, “Farenheit, 451” o “1984”, por ejemplo, presentan sociedades futuras regidas por la exacerbación de esa insensibilidad como única emoción. Lo recuerdo porque muchos libros de “ciencia-ficción” tienen más de ciencia emocional empírica que de ficción gratuita.  
            Todos estamos esperando llenar el hueco del afecto: por eso quienes saben decir y saben actuar hacen soñar, siembran los corazones de esperanzas, enamoran por donde pasan, porque muchos atilas han pasado por el mundo matando las caricias, desertizando el corazón impunemente. “Te quiero porque sé que me quieres y me necesitas”, escribe George Sand; es decir: que lo que amamos es que nos amen: por eso quien dice amar enamora.
         El amor es el origen. Es causa y consecuencia de la existencia. No distingue clases sociales, ni edades, ni reglamentaciones. Cada lector lo sabe por su propia experiencia. Y ahí están los empirismos de los otros, quienes los anotaron para constatarnos su universalidad: Hombres, aves y bestias compañía quieren siempre, / y mucho más el hombre que todas las criaturas, / pues quiere en todo tiempo sin seso y sin mesura”, confirma el “Libro de Buen Amor”. Y el “Libro de Alexandre” entiende el erotismo como un estado jubiloso: 
El mes era de mayo, y era un tiempo glorioso ...
mozas y viejas iban metidas en amores,
cogiendo por las siestas en los prados las flores.
             El corazón siente, el cuerpo desea: el amor es ternura y es pasión. Quien niega el propio cuerpo es que no siente el corazón del otro, el otro cuerpo. Rechazarse los cuerpos significa no sintonizar los sentimientos, fracasar la atracción, indispensable para el encuentro erótico y el enamoramiento. Negar el beso o el coito es confesar la ausencia de pasión y sentimientos. Pueden juntarse los cuerpos sin amor. Pero el amor siempre une los cuerpos. (El “homo eroticus” incluye al “homo sexus”, aunque éstos no impliquen siempre al “homo amoris”). Esa dicotomía o sintonía, hijas de la naturaleza, esa reciprocidad o adversidad, carnal o espiritual (mental al fin, pues la siquicidad es la única fisicidad) no siempre ha seguido el camino diestro que le era conveniente y necesario. La sociedad y sus estrábicas liturgias religiosas y mundanas han entorpecido, zancadilleado y perseguido el natural discurso de las conductas amorosas. 

          3. El diablo en el infierno.-  La ligazón natural entre el júbilo del amor y el dolor por su ausencia, como sentimiento gozado y deseado el uno y como desazón padecida -no masoquizada- el otro, aparece en su pureza (tras la hermosa y edénica historia de “Dafnis y Cloe” que Longo nos legó) en los primeros documentos líricos de nuestra literatura: “Mi corazón se va de mí / y grande es mi dolor por el amado./ Enfermo está mi corazón. ¿Cuándo sanará?”, gime una mujer en una “jarcha”. Tal autenticidad y genuinidad emocional, tal claridad expositiva, sin inquisiciones ni tabús, desaparece cuando la pluma judeocristiana escribe su laberinto culpabilizador y verdugal en el corazón y la mente del pueblo y, por tanto, del poeta. Así, mientras el clérigo Berceo condena santamente (y por eso, en el laberinto de contradicciones, la perdona) a una monja embarazada, el otro paraclérigo de Hita, hijo pródigo y prófugo de la Iglesia, misoginias y machismos epocales aparte, ensalza, justifica y explica la carnalidad: “Aristóteles dice, y es cosa verdadera, / que el hombre por dos cosas trabaja: la primera / para hallar alimentos, y la segunda era / para poder juntarse con hembra placentera”. Que el amor es impensable sin el sexo o que éste es imprescindible y está en la conciencia biológica lo muestra el aya de Julieta cuando le dice: “Cuando seas mayor te quedarás de espaldas”; y John Donne, al preguntar: “¿Qué mejor cobertura contra el frío necesitas que un hombre? Bocaccio se burla de tanta pantomima enmascaratoria de la líbido o disfrazatoria de espiritualismos contando la aventura -la mixtificación- del alma que ambiciona un paraíso futuro a través de un infierno presente mediante la peripecia y el éxtasis coital, por otro nombre orgasmo, de la joven Alibech. Copio libremente algunas líneas de “El Decamerón”, tan sabroso para mi adolescencia:  
      Una hermosa muchacha, que no contaba más de catorce años y era la inocencia misma, preguntó cierto día cuál era la mejor manera de servir a Dios. Le dijeron que aquellos que deseaban ir al cielo con toda seguridad renunciaban a las vanidades y los placeres del mundo y se retiraban a la soledad de los desiertos. La muchacha, una buena mañana, sin darle cuenta a nadie, se puso en camino y halló a los pocos días una choza en la que un santo solitario, maravillado al verla, le preguntó qué buscaba. Era el nombre de aquel ermitaño Rústico, quien no desconfiando de su propia virtud, dio cobijo a la joven. 
         Cuando llegó la noche, dispuso en una esquina  de su celda un pequeño lecho de hojas de palmera, y dijo a la muchacha que descansara allí. Pero, a pesar de su mucha virtud, el piadoso eremita sintió pronto el aguijón de la carne y quiso librarse de la tentación recitando oraciones. Aunque todo fue inútil. La juventud, la belleza y lozanía de Alibech consiguieron subyugarle. 
          No pudiendo evitarlo, ya no pensó sino en el modo de satisfacerse sin hacer perder a la joven la buena opinión que ella tenía de su religión y su virtud. Así que habló con ella hasta que se convenció de que no sabía qué cosa fuera el mal. Y pensó encubrir sus deseos carnales con el manto de la devoción. Díjole que el diablo es el peor enemigo de la salvación de los hombres y que la obra más meritoria consistía en volverlo a los infiernos, lugar al que el Señor lo había condenado.
   -¿Y cómo se hace eso?-.
   -Ahora lo verás- contestó el padre Rústico-. Haz lo mismo que yo. 
            El ermitaño se desnudó, y la ingenua hizo lo mismo. Él se hincó de rodillas, cual si fuera a adorarla, y la puso ante sí. Tan cerca y deseante, ante tanta hermosura y juventud, se produjo en el santo la resurrección de la carne. Alibech, muy asombrada al ver el péndulo vibrar, le dijo : 
    -¿Qué es eso que se yergue, que se mueve y avanza, y que no tengo yo?
    - Es el diablo, hija mía, del que acabo de hablarte. Mira cómo tortura, casi no puedo ya con el mal que me hace.
    -Alabado sea Dios, pues yo tengo más suerte, y no tengo semejante diablo.
   -Pero tienes, en cambio, lo que paz me daría. Tú tienes el infierno. Tal vez Dios te ha enviado para salvar mi alma. Pues si permites que entre mi diablo en tu infierno, me salvarás y harás la obra más excelsa para ganar el cielo, pues dices que a eso vienes.
   -Si es así, y si yo tengo un infierno piadoso de vuestro mal, meted cuando queráis vuestro diablo en mi infierno.
   - Y que Dios te bendiga. Vamos, pues, a meterlo y que me deje en paz.
             Y Rústico llevó hasta uno de los lechos a Alibech y le dijo cómo debía ponerse para apresar mejor al maldito diablo. La joven, que nunca había hecho tal, se sintió dolorida ante la cólera diablesca y sus acometidas. 
  - En verdad que muy malo y enemigo de Dios debe de ser el diablo,  que incluso en el infierno produce tan gran mal. 
  -Tranquilízate, niña, que no será así siempre.
           Y para domar a aquel demonio lo introdujo seis veces en el pequeño infierno hasta que su soberbia declinó y se humilló, dejando por el resto del día tranquilo al pobre Rústico. 
          En los días siguientes, muy devotos de la divinidad, reanudaron la guerra cada vez que el diablo se levantaba en armas, de modo que Alibech empezó a sentir un placer en aquel rito y rezo.
   - Razón tienen las gentes cuando dicen que nada hay más gozoso que de Dios ser devoto, pues nunca otro placer más grande he yo sentido que este que experimento metiendo una y mil veces en mi infierno tu diablo. De donde se deduce que quienes no se ocupan en agradar a Dios son muy grandes imbéciles.
           De esta manera era ella quien se acercaba a Rústico pidiéndole rezar y a Dios servir metiendo muchas veces el diablo al infierno. Y no entendía cómo, a veces, el diablo rehuía el infierno, porque éste era feliz de tenerlo muy dentro. Y es que el muy santo Rústico, alimentado de raíces y no tan vigoroso como la devoción de la joven precisaba, decaía y se desfallecía; y Rústico explicaba que el exceso de rezos era ambición y que tampoco había que ensañarse con tan gran pecador como el diablo era, porque al fin era humano y merecía piedad. Que había de castigársele cuando se alzase en cólera, y que, gracias a Dios, tan castigado estaba que no necesitaba más castigo por un tiempo. 
          Alibech insistía, entregada a sus santos deseos de dar placer a Dios apagándole el fuego a aquel diablo que tanto había encendido su infierno, cada vez más ardiente y precisado del líquido que a su vez lo apagase. Así que dijo a Rústico :
  - Si vuestro diablo está tan castigado que ya no os atormenta y no queréis rezar, yo debo seguir sirviendo a Dios, que tengo una sed inmensa de aplacar este infierno metiendo en él cuantos diablos hay en la tierra toda. De modo que me voy a extinguir la desazón que siento, que sin duda se debe a que Dios me castiga por no matar diablos. Y juro a Dios matar a cuantos halle, con lo que ganaré el placer de ganarme los cielos.
             Y Alibech se marchó dejando a Rústico turbado, triste, alegre. Y dícese que hay en el mundo tantos diablos buscando infiernos en los que aplacarse y tantos infiernos buscadores de diablos, que Dios está contento de ver cómo su religión se extiende y crece y fructifica por campos y ciudades, desiertos y poblados, y es todo el mundo ya un inmenso templo en el que todos rezan la oración más gozosa, que es, claro está, como Alibech y Rústico, la de meter el diablo en el infierno”.

          Y bien: ¿Qué aprender y aceptar de esta historia, además de su ingenioso humor, sino que la naturaleza se disfraza de engaño para devolver a los cuerpos lo que les pertenece, su naturalidad, su equilibrio biológico que moralismos y conveniencias sociales, reguladores de la fertilidad, pero no por eso justificados para ser condenatorios de la sexualidad, han pretendido castrar o convertir en tabú, pecado, castigo incluso? La destreza de los legisladores ha consistido en convertir, para las mentes de las que se cuidan, un acto natural, el sexo, en un artificio añadido al amor por las malas conciencias de allende las fronteras donde ni Dios ni Patria ni Caudillo eclesiástico existían, sino el mal y el desorden gobernando las calles de la carne, materia tan fungible como necesitada de erosión. Ésta es la divisa olvidada: “Mens sana in corpore sano in anima iocunda”.