Visitas

Seguidores

martes, 20 de mayo de 2014

Una enseñanza deshumanizada

R. Brooks: Semilla de maldad

Miro el mundo y observo una multitud desorientada, prisionera del dinero y el consumismo, en busca de un lugar confortable en el que acomodar su vacío y su insatisfacción. Sin embargo, sé que, tomados de uno en uno, todos los hombres poseen un corazón entusiasmado y generoso, capaz de dar -y recibir- los mayores gozos y venturas. No obstante, una muralla de invisible ceguera enreda a las personas cuando forman muchedumbre, de tal modo que, olvidada su generosidad, convierten su individualismo solidario en egoísmo autista; tanto que la indiferencia ante el dolor ajeno y la persecución del placer propio son los sentimientos que prevalecen en la sociedad.
        ¿Por qué? ¿Qué sucede para que la inocencia infantil se transforme en la crispada hostilidad de los adultos? Sucede que pasan unos años durante los cuales el niño afianza como personalidad lo que descubre en sus padres y no puede desarraigar la escuela. Sucede que lo que el niño ve en casa es, sobre todo, falta de diálogo, de atención y afecto, lo que le lleva a considerarse, en muchas ocasiones, un estorbo. Sucede que, puesto que es una fuente de conflictos, lo que ve el adolescente en los centros educativos es un destierro, en vez de un regalo con el que aprender estrategias para ser dichoso -porque eso es, o debería ser, la enseñanza-. 
        De manera que, desterrado e inmerso en unas programaciones educativas trazadas por políticos a los que estas les importan tanto como los votantes cuando ya han votado, se pierde y se malogra entre pupitres sobre los que diluvian bienintencionadas materias antojadizas y desorganizadas, fragmentos de un todo inexistente. Y sucede que lo que el joven ve, si llega a la universidad, es a muchos profesores que les imparten unas asignaturas reducidas a la exigua parcela de la tesis que están preparando o publicaron, y que tienen tanto que ver con la realidad humana y la comprensión de la existencia como lo absurdo con el sentido común. Sucede, en fin, que, al final del fingimiento, solo algunos -los mejor dotados, para quienes es innecesario el profesor- son conscientes de que se les ha enseñado a sobrevivir, no a vivir; a repetir teorías, no a comprender la cultura y la vida. Y es que el qué, el cuánto y el cómo debe enseñarse continúan sin resolverse.
        Transcurridos así los años de aprendizaje, el mundo se regenera con unos nuevos seres que viajan hacia un horizonte en el que se dibuja el hacinamiento, el paro y otras ausencias que desembocan en una crisis de identidad. Nuevas generaciones que, salvo las excepciones de rigor, dan lo que han recibido: incompetencia e irresponsabilidad, competitividad y prisa como medio de supervivencia, métodos que exigen distancia y frialdad para con los demás en lugar de calor humano.