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miércoles, 7 de mayo de 2014

Eutanasia y aborto

Monteverdi: Lamento de la ninfa

         Que la vida no es precisamente un paraíso se evidencia en que todas las culturas han ido a buscarlo a otro lugar, en otro tiempo, creando -o creyendo en- un ser superior que lo garantizase. Incluso Jesucristo tuvo que “crear” en el laboratorio de la utopía otra existencia para redimir el “error” -como paraíso- que esta supone. Significa esto que la religión es el dogma que quiebra la fe en esta vida. Y significa que la -presunta- existencia de Dios niega la libertad del hombre, puesto que lo determina hacia uno de los tres estadios de esa existencia -cielo, purgatorio, infierno-, incluso si uno desea que la muerte presuponga el absoluto acabamiento. ¿Por qué imponérsela, entonces, a quien la desconoce o a quien la rechaza, es decir, al aún no nacido o al ya desahuciado? 
          Vivir es la conciencia de estar vivo. Se está vivo cuando se tiene conciencia de la vida, es decir, de la muerte. Si se defiende el derecho a la vida porque es hermosa o porque se está cómodamente instalado en ella, los antiabortistas son eutanasistas: decir no al aborto porque este impide un bien-estar es decir sí a la eutanasia puesto que esta evita un mal-estar. Tan ajeno a sí mismo es un feto como un enfermo terminal: los dos se umbilican igualmente: a una madre, a una máquina. Los dos “viven” semejante catalepsia. Ambos “mueren” idéntica inconsciencia. 
          No se nos pide permiso para traernos a la vida. Tampoco debiéramos precisarlo para abandonarla. Quien impide morir a quien no desea vivir es un dictador. Quien obliga a emerger de la nada sabiendo que todo es adverso, es un irresponsable. Solo el fanatismo puede esconderse en el argumento de que la vida es “sagrada” -divina- y, por lo mismo, que la muerte es sacralizable. La verdad es tan simple como que la vida y la muerte son humanas, puesto que es el hombre quien la goza o la padece. Lo único sacralizable es la ausencia del dolor. 
           Eutanasia -y aborto-: lo que subyace no es la defensa de la vida, sino de la existencia de Dios. Lo que se pretende preservando al feto y al enfermo es salvar la vida de Dios. Aceptar el aborto o la eutanasia es admitir la muerte de la divinidad. Esgrimir a Dios como un argumento es decidirse por la sinrazón, por muchos renglones torcidos que se acepten. La fe es la negación del pensamiento y, por tanto, del hombre. Es el sacrilegio de la razón.
          No es posible aceptar conclusiones desde el fanatismo. El más sabio no es el que posee más respuestas, sino el que tiene más preguntas. Y Dios es la respuesta que anula cualquier pregunta.
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Dios no es ya suficiente coartada.


                    De justicias y abortos