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lunes, 21 de abril de 2014

La soledad de estar acompañados


La pintura nació de la progresiva prolongación del dibujo, y a él regresa, tras haber pasado por el cómic, en la muestra de Manuel Galdón que ahora se exhibe en la Lonja del pescado. 
          Cuatro composiciones, y unos pequeños bocetos y breves borradores verbales, bastan para lo que el autor parece pretender. Una de las composiciones refleja a una mujer rodeada por un magma marítimo, no sé si descendente o ascendente del cielo, sola en su deserción del mundo, o abandonada por él. Las otras tres exponen grupos de ciudadanos de varia condición mirando fijamente al espectador que los contempla. 
          Nunca he creído en la eficacia artística del arte social, porque si algo debe perseguir el artista es huir de lo circunstancial y conseguir la intemporalidad. Eso es lo que cualifica a los grandes maestros: han buscando en sí mismos las raíces esenciales del hombre para trascenderlas y ofrendar la solidaridad universal. Eso consiguió Van Gogh con Los comedores de patatas, o el Picasso del Guernica: elevar lo concreto, hacer que cualquier ciudadano de cualquier tiempo sufra emocionalmente el hambre y la guerra como lo sufrieron los coetáneos de los cuadros en que se inspiraron sus autores. 
          Pero, ¿qué hacer con el hombre que vive y sufre el hoy cotidiano? ¿Olvidarlo en aras de la pureza artística o dedicarle solidariamente unas líneas, dibujos, poemas que denuncien el malestar que padece? ¿No hicieron esto los Sócrates y Pericles, los Marx y Bertol Brecht, Maiakoski y Shostakovich, Eisenstein o Rossellini?
          Este cómic trágico de Galdón parece enunciar la soledad de las masas y denunciar a quien las convierte en desamparada muchedumbre. Detrás, como un guía salvador, se yergue el espíritu de La libertad guiando al pueblo, de Delacroix, y la imagen troquelada de Operarios, de Tarsila do Amaral. La mirada expectante, ausente de emociones, transmeditativa, tal vez acusatoria, aporta a estos trazos desnudos de retórica y color el suficiente realismo como para que sobren los aspavientos y las gesticulaciones. Y apunta probablemente a una realidad como la que atraviesan hoy millones de ciudadanos en esta sociedad del desempleo. 
          Porque no solo pobreza, sino desorientada soledad es la que siente el postergado: la soledad de estar acompañados por unos semejantes que nos son ajenos. Ese es el mal social: la deshumanización del humanitarismo. Porque, como escribió otro alicantino, Carlos Sahagún, "nada vale vivido en soledad". Sobre todo si primero no hay, siquiera, el proverbial “contigo, pan y cebolla”.
          La solución ya no está en la violencia contenida de los indignados, sombra de lo que escribiera el también alicantino Pla y Beltrán: “que nuestros versos sean ágiles bayonetas...”. El ciudadano, difícilmente sereno y solo ante quien lo manipula y lo masacra, debería decirle a los otros ciudadanos que, contra lo que suele pensarse, nada nos hace más fuertes que sentir que nos azota la injusticia; y unirse como se unen estos rostros insumisos e impasibles. Cuando eso ocurre, la solidaridad hace temblar a quien gobierna.
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