La Naturaleza -o el Dios-, en su afán de crear y preservar la vida, nos inserta al nacer el instinto de supervivencia: la fuga de todo peligro y el deseo de todo placer. Dicho más pomposamente, el eros y el tánatos; el Miedo: miedo a perder aquel y a ser arrasados por este. Miedo que nos signa para siempre y convierte el camino en laberinto.
O sea: que el Dios -o la Naturaleza- sabe que la existencia es temporalidad: sabe antes de crearnos que somos material fungible. Y sin embargo nos empuja a nacer, a temer a la muerte y a morir. Ese trayecto nos parece un sinsentido. No obstante debe tener sentido. Porque, si no, cabe preguntarse si la Naturaleza -o el Dios- nos creó imperfectos -como él, puesto que somos su efigie- o nos negó las neuronas que se le suponen para ser él el Ente Perfecto.
También es probable que el animal quaerens que hoy llamamos hombre germinara una explicación para lo que no entendía: aduciendo que ya lo entenderíamos cuando el cuerpo no impidiera captar la explicación; y por eso la muerte era el abracadabra explicativo imprescindible.
¿Cada humano que nace inicia un viaje hacia dónde y desde dónde? ¿Desde el cero a la izquierda hasta el perfecto número? ¿Es el cero a la izquierda cualquier otro animal u objeto cuya breve conciencia le impide configurar una conciencia contentadiza con sus limitaciones -la racionalidad- para admitir la irracionalidad como substancia de su esencia? ¿Por qué no aceptar que aceptar que hay cosas incomprensibles ya es comprender y darle tiempo a los tiempos sicológicos inescrutables? ¿No es más insensato negar -o perseguir- cuanto no entendemos? ¿No es el Dios la metáfora de que "existe" -debe existir- algo que curará nuestras ineptitudes?
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