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domingo, 10 de abril de 2022

José Ramón Giner: Una imagen de A. Gracia



Muy buenas noches, señoras y señores. 

Quiero agradecerles a todos ustedes su presencia en el acto, una presencia que viene a desmentir ese lugar común que afirma que actualmente no existe interés por la poesía. Si no es interés por la poesía que en una noche fría de invierno unas personas dejen sus casas, crucen las calles y se reúnan para escuchar lo que se pueda decir de un tercero, que es poeta, no sabría yo como definirlo. 

Quisiera dar las gracias al Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil Albert, y a María José Zaragoza, a quien le cabe el mérito de haber organizado este acto. Fue ella quien logró ponernos de acuerdo a quienes intervenimos esta noche, tras no pocas llamadas telefónicas y correos electrónicos, todo ello salpicado, desde luego, por su amabilidad y su indudable capacidad de persuasión.

Aunque, en un principio, estaba previsto que yo les hablara esta noche sobre La epopeya interior, uno de los dos libros que Antonio Gracia acaba de publicar, ya les ha advertido María José Zaragoza que finalmente no lo haré. No lo haré porque mis méritos en el entendimiento de la poesía no van más allá de los de un lector aficionado y poco puede un lector aficionado más allá de contarles sus impresiones sobre una obra. Además, contando entre nosotros con un especialista como Ángel Luis, poco podría yo decir que él no me enmendara. Así pues, he decidido hablarles de un tema que espero se ajuste mejor a mis capacidades. O a lo que yo supongo son mis capacidades y que no son otras que las de ser un paseante curioso que mira aquí y allá, observa, reflexiona, ata cabos y procura explicarse las cosas que llaman su atención. Les hablaré, pues, a ustedes de Antonio Gracia o, quizá, del personaje Antonio Gracia, que, si he de serles sincero, no sé muy bien dónde comienza uno y dónde acaba el otro.

    Días atrás, mientras tomaba unas notas para preparar esta charla, releí los dos últimos libros publicados por Gracia y que nos han reunido esta noche: La epopeya interior y El himno en la elegía. Al hacerlo, me asaltó una duda. El Antonio Gracia de aquellos libros que yo leía era algo diferente del que conocía por sus obras anteriores. Allí había un reposo, una tranquilidad y, sobre todo, un asomo de resignación que hasta entonces no había encontrado en ningún otro libro suyo. Y creo haberlos leído casi todos. He querido comentarles esto, porque no puedo asegurar si el Antonio Gracia cuyo perfil intentaré trazar, existe realmente o si ha desaparecido. A decir verdad, me parece difícil que una personalidad tan consistente como la suya se desvanezca de un día para otro. Es cierto: cumplimos años y estos años nos llevan a considerar la vida de otra manera. Pero aun con reconocer el enorme poder de esta fuerza, no creo que por sí misma baste para cambiar a Antonio Gracia. 

    ¿Qué hace atractivo a Antonio Gracia a los ojos de tantas personas? Esa es, creo, la primera pregunta que hemos de responder para adentrarnos en el personaje. Es innegable que Gracia atrae, y atrae por diferentes motivos, a personas distintas. Incluso muy distintas, diría yo. A unas, les interesa por un aspecto; a otras, naturalmente, por otro. Yo he indagado buscando un factor común a ese atractivo y me he tropezado con dos. 

    Gracia es un poeta que ejerce de poeta. Quiero decir que se le nota de inmediato que es poeta. Usted habla con Antonio Gracia –no le conoce de nada-- y aún no han transcurrido cinco minutos, se dice para sí: este señor con el que estoy hablando es sin duda un poeta. Reparen, por un momento, en el cartel que anunciaba el acto de esta noche. Lo han debido ver ustedes en decenas de lugares, pues se ha expuesto con profusión. Ese hombre que aparece en él, serio, reconcentrado, meditabundo, cabizbajo, ese hombre que parece tan abatido por un peso o una melancolía terribles, ¿quién puede ser sino un poeta? Es evidente que Antonio Gracia se ha creado una imagen a la medida de su deseo.

    Ahora dicho esto, a mí me parece estupendo que Antonio Gracia ejerza de poeta. Hoy en día, en un momento en que los poetas procuran parecer oficinistas opacos, o discretos profesores de universidad, es encantador encontrar a una persona que pasa por la vida vistiendo el hábito de poeta. Además, de poeta dolorido, que es, en mi opinión, la representación más perfecta que puede alcanzar un poeta. Pero, pese al tono que puedan deducir de mis palabras, les rogaría que no tomasen a broma esa singularidad de la que hablo, porque Antonio Gracia nos está diciendo con ella que ser poeta es para él la única forma de estar en el mundo que merece la pena. 

    El otro elemento que hace atractivo a Antonio Gracia es la vehemencia con que se manifiesta en todos sus actos. Esa sensación que transmite de vivir para el arte, para la escritura y que nos traspasa cuando hablamos con él. En un mundo donde la pasión ha desaparecido, y ha sido sustituida por un hedonismo que tomamos en pequeñas y continuadas dosis, este encendimiento no deja de sorprendernos. Yo estoy convencido de que si la voluntad y el esfuerzo y la pasión que ha puesto Gracia en convertirse en poeta, las hubiera invertido en labrarse una fortuna, hoy sería una de las personas más ricas del país. Pero es difícil que esa riqueza, ajena a toda trascendencia, hubiera apagado su sed. Y a Gracia, aunque es evidente que le interesan las cosas de este mundo, lo que pretende realmente es trascenderlo.

    En sus “Apuntes sobre el amor”, Antonio Gracia ha contado algunos pormenores de su infancia y primera juventud. Para quien desee hacerse una idea de por qué la poesía de Gracia recorre ciertos caminos e insiste en algunas obsesiones, su lectura es imprescindible. Que estas páginas las haya escrito para justificar una poética o hayan brotado incontenibles de su corazón tiene, en este momento, poca importancia. Ya se encargarán los estudiosos  de enredarse en ello. Para nuestro propósito son, en cualquier caso, muy útiles. Muestran cómo ciertas situaciones cotidianas, situaciones por las que todos nosotros hemos pasado, en un momento u otro de nuestra vida, y que no han tenido otra consecuencia que alguna cicatriz más o menos profunda, Gracia las transformó nada menos que en un politraumatismo. 

    Es evidente que el paso de niño a joven tuvo que acarrearle a Antonio Gracia diversos problemas. Ese momento en que percibimos un cambio en el trato que nuestros padres nos dispensan, pues hemos dejado de ser niños y comenzamos a ser hombres, siempre es conflictivo y nos acarrea una falta de seguridad. La mayoría de las personas suele superarlo sin graves consecuencias. Lo superan porque se impone el instinto de supervivencia y, por encima de los miedos, se abren, de inmediato, otros mundos a la curiosidad. En Antonio Gracia, si hemos de creer de sus confesiones, el momento resultó especialmente doloroso y le produjo un enorme desconcierto. Digamos que no logró adaptarse a la nueva situación y se sintió desamparado, sin un lugar claro en el mundo. Pero, sobre todo, se sintió sin identidad. Este problema de la identidad se convertirá para Antonio Gracia en una obsesión a lo largo de su vida. Yo diría que toda su trayectoria vital ha sido una búsqueda frenética de esa identidad y un deseo de afirmarse en ella. 

    El otro eje sobre el que ha girado la vida de Antonio Gracia es la religión católica. Y aquí, tengo que decir que es una lástima que Gracia no naciera en el seno de una familia calvinista. En mi opinión, hubiera dado unos frutos del máximo interés. El choque de este individualista feroz con la Orihuela de su juventud, profundamente religiosa y beata, debió ser de los que hacen época y provocan chispas. Las sociedades conservadoras tienden a imponer unas normas rígidas que cada cual, después, mitiga como puede, buscando una salida que le resuelva el problema. Si esa válvula de escape, por la razón que sea, no funciona, si se obstruye, la presión se hace insostenible y los resultados son impredecibles. En el caso de Antonio Gracia, la presión le llevó, nada menos, que a fundar otra religión, que fue la poesía. Toda la poesía y, en general, todos los escritos de Gracia son profundamente religiosos y cumplen un papel redentor. Consuelan –consuelan al poeta, naturalmente-- de la finitud de la vida. También nos dicen que si se siguen unas normas, si se persevera, si uno no abandona el camino del arte verdadero, alcanzará la recompensa de la inmortalidad. 

    Antonio Gracia estaba tan impregnado de catolicismo, que la nueva religión que había fundado tomó de inmediato las reglas y convenciones de la religión católica. Incluso se hizo excluyente: es decir, rechazó a cuantos no participaban de su fe. Para que Gracia aceptara las poesías de otro poeta, debían coincidir punto por punto con las estrictas normas que él había formulado. 

    Recuerdo como hace algunos años, se me ocurrió encargarle una entrevista con destino a las páginas de letras del diario Información, con Francisco Brines, que pasaba por Alicante. Pensé, en mi ingenuidad, que gustándole a Gracia la poesía y siendo Brines un autor de prestigio, el asunto no tendría mayor complicación y tendríamos una entrevista interesante. Debo decir que jamás he visto a un escritor tan maltratado en las páginas de un periódico. Imagino que durante varias semanas, Francisco Brines se preguntaría en qué habría ofendido a aquel periodista que fue a entrevistarle, para ser tratado de aquella manera. Y es que Brines ignoraba que su poesía no había sido aceptada en el culto de Antonio Gracia.

    Pero lo más sorprendente fue ver cómo sus propios actos, sus movimientos corporales y hasta su voz, se fueron atenuando hasta teñirse con la agonía del catolicismo. Yo no recuerdo ninguna experiencia más cercana a un contacto con el más allá que la de recibir, años atrás, una llamada telefónica de Antonio Gracia. Uno descolgaba el teléfono y sentía el silencio de inmediato. Después, escuchaba, lejana, una respiración fatigada. Seguidamente, una voz cavernosa, pausada, que reverberaba en un espacio vacío, decía: José Ramón, soy Antonio Gracia. A continuación, se producía la conversación, muy lenta. Y entre frase y frase, sobrevenía un silencio, como si las palabras viajaran desde muy lejos. Y no crean ustedes que exagero, ni que se trataba de una percepción personal. Si nuestro amigo Enrique Giménez se encontrara esta noche entre nosotros, podría contarnos cómo su hijo Pablo, que entonces tendría 12 o 13 años de edad, se resistía a coger el teléfono cada vez que, por la hora en la que se producía la llamada, presumía que podía tratarse de Antonio Gracia, tal el temor que le infundía... 

    He advertido al comienzo de esta charla que tal vez el Antonio Gracia del que iba a hablarles no existiera ya. Desde luego, es cierto que el hombre de hoy no es exactamente el de aquellos años que fueron para él extremos y dolorosos, como nos ocurre cada vez que depositamos en alguna cosa esperanzas excesivas. Antonio pensó que la poesía podría salvarle de una realidad que le disgustaba y a la que él no terminaba de acostumbrarse. Pero la poesía es un dios indiferente que no se ocupa de sus sacerdotes. Si uno acepta consagrarse a ella, debe hacerlo sin aguardar ninguna recompensa. Cuando esperamos de la poesía algo que la poesía no puede darnos, el batacazo es, antes o después, inevitable. 

    Yo creo ver --aunque uno nunca está muy seguro de cuanto se refiere a Antonio Gracia--, yo creo ver, digo, en este nuevo camino que ha emprendido a un hombre más resignado. Un hombre que se acepta algo más a sí mismo. No quiero decir un hombre rendido, sino acompasado a su tiempo, con menos aristas y más humano. Que todo esto sea producto de los años o resulte una nueva máscara con la que Antonio, tan dado siempre a ellas, quiere sorprendernos, el tiempo nos lo dirá.

    Buenas noches. 


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