Visitas

Seguidores

lunes, 8 de marzo de 2021

Poemas en Akra Leuka (VI) - Luis T. Bonmatí

 

Respighi: Pinos de la Vía Apia
(uno de los mayores crescendos que conozco)

Luis T. Bonmatí es editor, narrador y autor de dos libros de poemas. En el primero mostraba su aprendizaje, a la vez que su mundo como una "suma de barro". El segundo, "La edad de las piedras", manifiesta su maestría y su capacidad para arcillar una existencia personal y universalizable con una dicción diferente al ejercicio poetario nacional de estos lustros. Su agilidad como relator de cuentos y novelas derivó en una épica lírica del autobiografismo en el mencionado "La edad de las piedras", itinerario que también parece conducirle a este poema, marcado por una narratividad aséptica del yo -ma non troppo- y atenta, más que a una poética, a una prosística en verso. 

Quizá no sea ajeno a ello su actual dedicación traductorial de la Eneida virgiliana, en verso endecasílabo.

El siguiente poema, como estampa narrativa próxima al realismo que es, ha elegido el alejandrino para expresarse: 

MANERA DE NO HUIR

1942: los alemanes ocupan la Francia de Vichy


Concretamente, un muelle del puerto de Marsella:

el antiguo Rive Neuve del Puerto Viejo corre

en la noche de otoño hacia esa niebla clara

de las aguas inmóviles. Ahora solo se mueven

sobre sus cortas patas de alambre los roedores

bullendo con descaro entre los bultos huérfanos

que no han sido embarcados porque ya no cabían

en las panzas repletas de los barcos zarpados.

Concretamente, un hombre y una mujer que huyen.


«A las seis sale un barco carbonero...», susurra

en un bistrot infame de otro muelle, el des Belgues,

una voz en secreto que se pierde entre el humo

indescifrable que atiborra la estancia.

Eran casi las doce de la noche, ellos dos

se obligan a creer para quizá salvarse.

«...Un barco carbonero que no admite finolis,

aunque todo es posible. El capitán no es limpio

y fuma siempre en pipa. Puede que con dinero...

Tendrán que andar ustedes un kilómetro o casi.»

Con la cena ellos pagan también la información

sin dejar traslucir el dinero que llevan

y que no es demasiado. Salen luego a esconderse,

para esperar el paso de la noche en la noche.

Cuando él dice «¿A las cinco?», ella ya se ha dormido.

El hombre, largamente, entonces la recuerda

tal como fue, como es. Y luego empieza a ver

la amenaza verdosa que se acerca y que temen:

ese mar de uniformes que pretende anegarlos

y hacerse con las grúas ahora quietas, calladas

por la falta de viento, plantar tinglados nuevos,

hurgar entre los bultos, los despojos, los bienes

abandonados, sueltos de quienes  ya han huido.

Por eso él no se duerme y «Son las cinco, nos vamos».


Entre las luces débiles, y aunque ya estén a punto

de echárseles encima los que pisan sus huellas,

el hombre y la mujer se obligan a andar lentos

a pesar de esa prisa nerviosa del que quiere

que, aunque nefastamente, todo se acabe ya. 

Cargan con sus maletas, cuatro cajas pesadas

en que con ellos viajan sus historias colgantes

de dos vidas que oscilan al compás de unos pasos

que quieren evitar que los vean huir

simulando que no huyen. Él es alto y muy serio

y circunspecto, igual que aquellos que no tienen

razón para ser tímidos, no aguanta que las cosas

bajo sus pies se muevan, ama las certidumbres,

porque nunca un científico da puntada sin hilo,

e ignora la aventura. Ella no es alta, mira

el pasado y lo endiosa, odia el presente, teme

un futuro ilegible, antes reía mucho

(él cree que demasiado) y volverá a reírse

cuando las cosas cambien... si es que cambian. Los dos

son imperfectos y ambos se quieren como son:

quizá dieran la vida el uno por el otro

sin dejar de gritarse. Avanzan como pueden

por la noche, en la niebla, en silencio. Aun así

sus roces y arrastrones de pies fregando el suelo

—porque cuanto más se anda más pesan las maletas—

desordenan las ratas que se ven exigidas

a esconderse en los fardos, transmutarse en estatuas.

Son demasiado largos el muelle y su cansancio

sordo sobre el cemento. «¿Falta mucho?», «No, un poco,

muy poco, me parece. Ya llegamos, ¡aguanta!»


Entre la niebla clara surge la mole incierta,

amarrada de flanco contra el muelle ahí delante,

del animal dormido y variable que aguarda

la hora de su salida hacia el mar, un gran bóvido

pardo dentro del agua oscura y del futuro.

Al llegar junto al barco se tienen que sentar

en sus propias maletas y entonces un dolor

de brazos destensados los recorre, respiran

deprisa, demasiado deprisa y sin embargo

se creen casi felices: la esperanza es así.


Sentado, desde el puente el capitán los ve

llegar tan poco a poco que su pipa se apaga

y él la insulta y golpea la cazoleta sucia

con impotencia seca. «Otros pobres ingenuos»,

musita y se levanta crujiendo de su asiento.

El rostro, ennegrecido bajo la gorra oscura,

emerge desde el negro chaquetón, por el frío

abrochado hasta el cuello. Con la pipa y las manos

dentro de los bolsillos, jura un algo, blasfema

por costumbre y empieza desde lo alto a bajar

como un dios muy pequeño envuelto entre las trizas

flotantes del carbón. Ya entre los tripulantes

que se afanan callados prestos a la maniobra,

pregunta a voz en grito: «¿Qué desean ustedes?,

¿buscan algo? Hasta aquí nada puede llegar

si no es carbón». Al hombre y la mujer aquello

les parece un pecado que los asusta más.

Y el hombre balbucea: «Aún tenemos un poco

de dinero, unos cuantos francos». «Bien, ¿pero cuánto

son esos cuantos francos?, ¿son quinientos o mil

o son diez mil?». El hombre, que es exacto, no sabe

mentir, regatear: «Todo lo que llevamos

son trescientos». Y añade: «Aunque también tenemos

esperanza». Ya se halla muy cerca el capitán

al que solo le sale decirles en voz baja:

«Lo único que hay de sobra estos días es miedo».


La pareja comienza a deshacer sus pasos

volviendo entre dos luces al principio del muelle,

mucho menos ilusos, si es posible, que a la ida.

Ahora el capitán puede ver derretirse

sus espaldas, y entonces una inmensa piedad

lo acapara, le trepa de los pies a las cejas

y lo obliga: «No van ustedes a estar cómodos

dentro de la bodega: los llevo por un franco».

Da la vuelta y camina hacia el barco sabiendo

que lo siguen los dos. No mira hacia atrás, pues

se siente muy incómodo con los agradecidos,

y bromea: «Cuidado no vayan a manchárseme.

Zarpamos enseguida». El hombre y la mujer

recién resucitados se detienen de pronto

porque el hombre, que ama las certezas, pregunta

con débil optimismo y con media esperanza:

«¿A dónde va este barco? ¡Necesito saber!».

La mujer tiembla un poco, lo conoce y maldice

porque puede que vaya a estropearlo todo.

El capitán responde pensando en otra cosa:

«Oiga, estamos en guerra, me darán el destino

a mitad de mañana, en altamar. Existen,

ya saben, los espías». «¡Pero así yo no puedo...!

Yo a ningún sitio voy sin saber dónde voy.

No podemos nosotros, es decir, yo no puedo

ir hacia sabe dios». Y encara a la mujer:

«Si quieres irte sola...». «No, que si tú no vienes

con quién discutiría», dice ella en un  susurro

que disimula toda su desesperación.

Y entonces, devastados, comienzan a alejarse

de un incierto destino hacia otro insoslayable,

como sucede cuando se esquiva la esperanza.


El capitán los mira desde el puente de mando,

ya apenas enlucidos por el alba, achicarse

despacio, recargados ellos con sus maletas.

Recupera la pipa del bolsillo, la enciende,

puede que los comprenda, pero dice: «¡Tontainas!».

Son las seis. Acaricia una cuerda que cuelga

temblando en la cabina, estira de ella abajo

y la sirena empieza largamente a flotar 

por el aire, en la niebla, empapándolo todo

con un mugido sordo.

                          Como un buey remolón

el barco se separa del pesebre del muelle

para empezar a arar las aguas imprecisas.

                                (del libro en elaboración Narraciones)

Ir a

Poemas en Akra Leuka (I) M. Carmen Sacristán 

Poemas en Akra Leuka (II) Esther Abellán

No hay comentarios:

Publicar un comentario