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viernes, 3 de febrero de 2017

Homenajes sin saldo


Ravel: Pavana

Los homenajes, cuando son excesivos, ya no son homenajes, sino costumbres que cansan, intereses creados, tributos, chovinismos, deudas con el pasado de las instituciones que los organizan… algo ajeno al intrínseco valor de lo que se homenajea. 
     El centenario de Cervantes ha hecho que se publique más sobre él, pero no que se lean más sus escritos. Lo mismo ocurre con Miguel Hernández: a fuerza de nombrarlo es más un fetiche que una lectura. Sus diez o doce poemas necesarios han sido tapados por los ropajes de la hipérbole y el festejo popular. 
     Hernández abandonó el ludismo literario (“Perito en lunas”), la ambición de fama poética (“El rayo que no cesa”) y el deseo de hermanarse con los poetas comprometidos (“Viento del pueblo”). Cuando olvidó la emulación artística de Góngora y Quevedo, y la consigna política, y sintió la mordedura de la vida con sus pérdidas -la libertad, el hijo- ya no escribió como poeta ni para los poetas, sino como hombre y para los hombres: y ahí quedaron “El hombre acecha”, el “Cancionero” y sus últimos poemas. En este último tramo es donde hay que buscar su mejor legado. Lo demás -si fue católico o comunista, si hizo esto un día o al siguiente, si tal escrito lo fue para A o B…- aclara la anécdota creativa y vale a posteriori, pero no es distintivo ni refuerza el valor de lo que se dice para el hombre universal. Que una obra importa por lo que logra, al margen de cómo se logra. 
     ¿Continúa vigente “El niño yuntero”, por ejemplo, porque “es” un poema “social”, o por ser una variación de Gabriel y Galán? Ni por su coyuntura bélica ni por su origen literario, sino porque atestigua el desvalimiento infantil y la opresión del fuerte sobre el débil: y eso pertenece a cualquier tiempo porque habla de esencias, no de circunstancias.  
     Bueno es que los estudiosos desentrañen los entresijos de un autor, ya que es finalmente la intrahistoria la que determina la Historia; pero las buenas intenciones de los populistas solo consiguen malversar lo que pretenden popularizar: porque llevar la cultura al pueblo no puede significar frivolizarla: y es que un poema es palabra elocuente y sensitiva, no espectáculo trivial y publicista. Por eso no pueden apropiarse de un autor ni los eruditos ni los estupradores de la escritura. Ni siquiera El “Retablo de Maese Pedro” de Falla o las “Variaciones sobre un tema caballeresco” de R. Strauss han conducido hasta “El Quijote” a más lectores; menos aún los festitíteres baratos del Año Cervantino. Hay que buscar otras vías que no traicionen al autor.
     Cuando un poeta lo es en verdad, y enteramente, no escribe para que lo homenajeen, ni para que lo santifiquen o demonicen, sino para arropar al hombre y apaciguar, con su escritura, su orfandad ante el mundo, su indefensión social y emocional. Y no merece que lo ondeen solo como una bandera turística o un plato gastronómico digno de aplauso. Así que apláudasele una y otra vez: pero no hasta el punto de que la arenga sustituya su identidad: sus versos, su consuelo, su donación al mundo.