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miércoles, 22 de febrero de 2017

El libro de Teluria (IV)

Para leer sobre Teluria pulsar:

El libro de Teluria (I)

Una excavación litúrgica en el horizonte patagónico ha dejado al descubierto las ruinas de un monasterio regido al parecer, in illo tempore, por el Arzobispo de Constantinopla, y en él un cofrecillo con diademas y textos. Por ellos parece colegirse que tanto Los versos de Trovadorius como El libro de Teluria no son solamente dos series de poemas que se corresponden y parlamentan de un amor entre dos amantes concretos. Causa dan para pensar que, más allá de su contenido autobiografista, son un intento de convertir en icono la historia del amor universal: la tentativa de reflejar el enamoramiento anhelado e imposible de toda mujer y todo hombre. Lo que todo autor quisiera alcanzar con su obra: unos Adán y Eva no expulsados del paraíso erótico.
     Algunos mestureros afirman que soy yo el autor de estos versos, y aun de los de Trovadorius, recurriendo al fácil tópico del manuscrito ajeno encontrado -como hicieran Cervantes o Bécquer, por ejemplo-. Bien quisiera yo ese humilde honor, pues que aunque sin pretensiones literarias, Teluria y Trovadorius dieron con su correspondencia una breve y discreta lección. Comoquiera, afirmo yo la mentirosidad y alevosía de quienes esos infundios esparcen por doquiera.
     Dicho lo escrito, he aquí otros dos poemas:

7.-
Fijos en mí tus ojos se quedaron

cuando la muerte te abrazó, de pronto,
y te hundiste en la nada.
Dulce melancolía
la del otoño y las gaviotas tristes
como tristes pañuelos en la tarde
despidiendo los barcos,
clamando a las estrellas.
La derramada lluvia, entre la bruma,
pareció levitar por un instante,
como si pretendiese
detener el ocaso y su fulgor,
dibujar tu silueta
y elevarla entre las constelaciones
que la noche traería,
tal vez para que yo pudiera hallarte
cuando, desorientada,
necesitase luz en mis tinieblas.



8.-
Aquel día tu muerte te sepultó en mi vida
y te sembró en mi pecho: yo soy tu sepultura.
A fuerza de abrazarnos tantas veces,
has crecido en mi carne
y sólo soy la efigie de un recuerdo,
una estatua erigida en tu memoria
en este atardecer en que no estás
y me dejas desnuda frente al tiempo.
No hay amor que no duela más que el placer
                                                       / que otorga,
y eso me queda hoy: tu imagen renacida
fluyendo interminable
como un manantial fértil que deja un surco estéril.