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viernes, 31 de octubre de 2014

Después del amor

Beethoven: La consagración del hogar


Dícese que, en la escala del sufrimiento humano, la separación de los cónyuges ocupa el segundo lugar. Solo la muerte de un hijo lo supera. 
     La muerte de un ser querido es insoportable, aunque contundente e irreversible: la mente se adapta a la pérdida porque es una situación emocional con final definitivo. En cambio, muchos de los matrimonios o parejas que acaban su relación no perciben su final como conclusivo y cerrado, sino como una circunstancia que tal vez se solucione y permita que todo vuelva a ser como era; semejante esperanza conduce a un sufrimiento inacabado, y a veces inacabable, pues el regreso junto al otro y la restauración del bienestar perdido permanecen como una probable resurrección y no como una muerte.
  Quienes más sufren la pérdida, envueltos en la desolación, desarrollan una huida de toda nueva relación sentimental, con lo que aumenta su aislamiento. En otros casos se lanzan desenfrenadamente a buscar otra compañía que sustituya el vacío en que se encuentran; con lo cual inician un comportamiento que les lleva a continuos desengaños porque los encuentros amorosos se vuelven encontronazos.
     Si al desasosiego íntimo le sumamos el caos exterior no es extraño que el índice de depresiones se dé en un alto grado entre estas personas, que deambulan por sus vidas como si cada lugar fuese una estación de tren, sin saber a cuál subirse o del cual huir. Porque, salvo excepciones, el fracaso de uno significa el fracaso de los dos.
    Es más fácil vivir que convivir. Vivir no tiene mérito. Convivir es una victoria. ¿Nos declararemos derrotados? 
    Cada cual se salva del naufragio como puede. La sociedad está cambiando: pero el corazón es el vehículo más lento y pierde todas las carreras emocionales en este convulso devenir que llamamos progreso.