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domingo, 25 de junio de 2017

Manuel Molina: Cien años

Rodrigo: Fantasía para un gentilhombre
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1.- Durante los años cuarenta y cincuenta del anterior siglo, cuando Alicante inició su despegue del desierto cultural en que yacía tras la guerra, fueron las páginas del diario INFORMACIÓN portadoras de la inquietud de algunos jóvenes que buscaban llenar aquel vacío con sus versos, sus tertulias y revistas poéticas. Entre ellos estaba Manuel Molina.
     Si algo de Molina persiste en mi memoria es su apacibilidad, su bonhomía tras el humo de su pipa, sus recuerdos amables y reiterados de los amigos que le acompañaron durante toda su vida: Miguel Hernández, Carlos Fenoll, Gil-Albert, A. Machado, César Vallejo. Él fue uno de los primeros que me dio una pista sobre Pascual Pla y Beltrán, recordándolo -paseantes corcova con corcova- junto a Valls Jordá por las calles de Alcoy.
            A veces sacaba una fotografía junto a Alberti en Italia, acudía a Celaya, a Otero o Leopoldo de Luis y empezaba un lamento -que siempre interrumpía apenas iniciado- sobre el hecho de que se le olvidase entre los poetas “sociales”. Porque así, de poeta social, se calificaba a sí mismo en la dedicatoria de un libro prologado por Cela -que aún conservo- y que me remitió muchos años antes de que nos conociéramos.
         Su adolescencia oriolana junto a los sijenianos y sus años de esfuerzo por crear con Vicente Ramos un espacio cultural en Alicante eran otros retornos de su memoria amable. Amable y apacible, ya lo he dicho: nunca entendió los demonios poéticos o vitales: la huida literaria de Fenoll, por ejemplo. Una tarde en su casa, mientras Carlos Sahagún intentaba deshacerse de mis inquisiciones literarias y vitalistas, me dijo en un aparte que no comprendía mis “tormentas”: “¡Si tienes un trabajo, un hijo, algunos libros y amigos que te quieren! ¡Ya has plantado tu árbol!”. Era así de “sencillo”: creo que me lo decía porque tampoco acababa de entender a Sahagún, y pretendía que ambos nos reconociésemos como vecinos mentales. Él era “familiar” -recuerdo a su esposa encontrándole papeles que había ordenado en carpetas- y creo que jamás comprendió -pero tampoco la descalificó- la tortura “existencialista”: porque para él la existencia era como los caminos que, desde niño, aprendió a calafatear junto a su padre: algo que había que trabajar con ánimo y sin desasosiego. Por eso, aun cuando en su obra fustiga a los malversadores de la vida, hay un punto de comprensión del descarriado.
 2.- Fue Manuel Molina un autor que simultaneó su trabajo en la Biblioteca Gabriel Miró con su afán por la literatura y su devoción por Miguel Hernández, a quien dedicó varios libros guiado más por el panegirismo y mitología de la amistad que por la verdad objetiva, aunque los aciertos de esta no pueden desenredarse, las más de las veces, sin los errores cometidos por la pasión de aquella. Como poeta, destacan sus libros en los que la preocupación social reclama el centro de atención, tal como pedía en ese tiempo su amigo y portavoz de la “poesía civil” Gabriel Celaya. Como hombre, su palabra sencilla y su mano tendida fueron siempre para cuantos jóvenes se acercaban a su despacho de la Biblioteca o a la fácil puerta de su casa. 
     Un autor escribe a pesar de sí mismo, contra sí mismo o para los demás. Rescatar una obra supone siempre recuperar a un hombre. De Molina se puede y se debe decir -y creo que le gustaría- que su humanidad fue superior a su poesía, sin que este juicio sea un menoscabo para esta, sino una alabanza para aquella. Muchos poetas hay en la república de las letras, y mucha competencia y animadversión. Pero en la tiranía y democracia de la vida hay demasiados hombres que no consiguen ser “en el buen sentido de la palabra, buenos”. Y Molina lo era. Trina Mercader, Rafael Azuar, Santiago Moreno, Clemencia Miró, Albi, Cerdán Tato, Ernesto Contreras y otros muchos, incluso si los distanciaban las ideas, solo eran nombrados con respeto y cariño. Fue como el Aleixandre de Alicante: para los hernandianos, un auxilio; y para los jóvenes poetas, un apoyo. Como digo, su casa estaba abierta a los recuerdos y la amistad serena.
     Un día se marchó sin aspavientos, tranquilo y sosegado, como él era. El Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, en edición de Cecilio Alonso y José Carlos Rovira, recogió su poesía. Pero yo, antes que como poeta -aunque además-, prefiero recordarlo como hombre.
     Por eso: adiós, amigo. No olvides encender tu pipa, si estás en algún sitio: para que el humo oriente a quienes te recuerdan.