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miércoles, 16 de julio de 2014

Derrota de lo efímero

Barber: Adagio
                   
            Reconozcámoslo: cuando el hombre se queda solo demasiado tiempo consigo mismo no se soporta; no estamos preparados para convivir con nuestro propio yo y huimos hacia los demás, que son tan frágiles como nosotros. Pero nuestras conversaciones sociales son mecánicas y frívolas; nuestro ocio no es estimulante, sino ocioso; nuestras diversiones nos aburren. No nos han enseñado a disfrutar de los momentos de íntimidad: la paz que irradia de un buen cuadro, una buena música, un buen libro. Nos hemos aislado en una isla que no pasa de ser una desalentadora confortabilidad -aunque la llamemos felicidad-; y salimos de ella para visitar a los habitantes de otras islas tan aisladas como la nuestra. Y eso no nos basta.
            Hemos olvidado por el camino, a fuerza de no usarlas, las facultades que poseemos; y nos ha invadido la fragilidad, la inanición, la monotonía. Sin embargo, ese vigor permanece en nuestra mente y solo es necesario hacerlo emerger como si fuese un barco que naufragó porque lo abandonamos.
            En primer lugar, yo me acostumbraría a contemplar algunos cuadros relajantes, fáciles de hallar, a falta de museos próximos, en las pinacotecas impresas que hay en las librerías. Mientras tanto, para disciplinar mi mente y ampliar mi sensibilidad, me esforzaría en escuchar, por ejemplo, la “Ofrenda musical” de Bach, una música convenientemente aséptica al principio y que acaba enamorando el corazón y el intelecto por su equilibrio entre inteligencia y sentimiento puro; después me fortalecería con la "Tetralogía" de Wagner. Leería la “Oda a la alegría”, de Neruda, simplemente para reconocer que mi desdicha no es irreversible, y, luego, el poema “Masa”, de César Vallejo, que siempre me injerta una sublime solidaridad. Templado así, escogería un libro fácil y absorbente, correctamente escrito, de esos que impulsan a seguir leyendo a pesar de la hora de la comida o de la cena; por ejemplo, “El misterio del cuarto amarillo”, de Gaston Leroux
            Ahora bien: quien quiera reconocer la majestad interior del ser humano debe acudir al universo del arte, tan poblado de estrellas pictóricas, musicales y literarias como el firmamento que ya tampoco contemplamos.