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miércoles, 27 de marzo de 2013

La construcción del poema (XI): Idolatría del dolor

Bach / Balanas: Partita violín nº 1

La construcción del poema (XI)
Idolatría del dolor

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LA CONSTRUCCIÓN DEL POEMA



¿Qué es más funeral para el espíritu que la muerte de la carne? 

La estruendosa pregunta se desvanece en nimiedad al contestarla: el temor a morir, la imposible evitación de esa certeza, la conciencia de la mortalidad, su emplazamiento en cualquier fecha y lugar inesperados o, peor, agonísticos.

De donde se desprende que nada ha sido tan fructífero para el arte -y tan desdichado para el hombre- como el bastión elegíaco, el reducto del fiero sufrimiento que supone la anticipación de todo aquello cuyo renunciamiento es imposible. 

La elegía: qué himno más doliente, mortífero y tenaz.

¿Qué diferencia hay entre estas dos célebres frases sino que una es engendro de la otra: Shakespeare: "Ser o no ser: ese es el dilema"; Camus: "Todo el problema de la filosofía se reduce a saber si la vida merece o no vivirse". Y en verdad, todo el dilema es ese: sufrir o superar el sufrimiento, aceptar la llegada de la muerte o anticipar su cita y asaltarla a traición, cuando menos lo espera. Y mientras se concluye entre el morir o no morir, entre escoger la resilencia o el suicidio, el espíritu ríe o llora. Hay quienes consideran que "la vida es un suicidio interminable"; y por lo tanto, toda elegía una autoelegía.


Toda elegía es un himno por la vida que quisiéramos vivir, puesto que lo es por la vida que quisimos que otros disfrutaran. La elegía es un intento de rescate; podría resumirse, incluso si no fue esa la intención de la autora, con un haiku incluido en este blog (Pulsar Susana Benet):
Saqué del agua
a la avispita muerta,
y estaba viva.

Un ejemplo de brevísima elegía, alejada del clásico modo, pues se reduce al sema (pulsar El paraíso perdido):

¿Dónde estarán las músicas y versos 
con que se consolaba mi existencia
-y de tanto suicidio me salvaron-,
ahora que preciso
su talismán para alentar mi vida?

Hay elegías que son expresión de la pérdida de un ser concreto, o de la ausencia o carencia de algo inconcreto, como los poemas dedicados a la rosa-fugacidad de la existencia, ya vistos más arriba.

Hay elegías que sacuden los ojos, los azotan, los enervan, o suavizan sus lágrimas. Poco tiene que ver el turbión de la Elegía de Hernández con la petenera táurica de García Lorca, el tratado filosófico de Manrique o la contención melancólica del "alto Espino" de Machado


Si comparamos la más estruendosa (la dedicada a Sijé) con la más acendrada (la casi furtiva a Leonor) hallamos en su construcción diferentes granitos, cementos y argamasas. El lector, que pertenece  al mundo sentimental primitivo, prefiere el desgarrón hiperbólico y jipioso, el planto sagerao del "cuánto sufro, Dios mío", heredero de la España plorera y plañidera, que exige el exhibicionismo del dolor. De manera que se queda con el jipío tremendista hernandiano. El autor que siente el primitivismo emocional como una virtud que debe contenerse hasta reducirla a la sugerencia, escoge el silencioso diálogo consigo mismo que estremece a quien descubre la muerte de la joven esposa.




El poema a "José María Palacio", tras la invocación primera y final al amigo, se estructura en forma de autopregunta y autorespuesta alternativas -A sucediendo a B-, hasta el puñal oculto y perezoso de la súplica final al supuesto interlocutor del título -en realidad, un alterego del propio Machado, que quisiera ver resucitar, con la primavera, a su esposa-. Y en vez de un lloro sostenido y bravucón, apoyado en la amalgama de clásicos, recoge la nostalgia melancólica de un corazón sufriente que no se enorgullece de su dolor ni lo ostenta como una heroicidad. No hay un premeditado "arrímate a llorar conmigo a un tronco" con el que acibarar al lector, sino una apacible descripción -mediante interrogaciones retóricas que se suceden a lo largo y sencillo de 28 versos- y una inesperada petición de cuatro versos, dolor agazapado que, de pura sugerencia, escalofría el corazón (estos cuatro versos, más el primero, constituyen el aparente núcleo, pero no el poema, que no estremecería sin el "intermedio"). Nótese el peculiar modo de tratar el característico ubi sunt?, que desaparece en el poema hernandiano:


Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? 
En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,                           
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!…

¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.                   
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!

¿Hay zarzas florecidas
entre las grises peñas,
y blancas margaritas                                             
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,                 
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.

¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos                   
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. 
                       Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?

Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,           
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra…

Nada que ver con el masculino llanto de un colérico Aquiles desgarrándose ante el cuerpo de Patroclo para exaltación de las huestes. Porque eso es lo que parece, icono de la desmesura, la idolatría del dolor hernandiano: una brabuconería desolada que expande, no sin asomarse al ripio, su bien elaborado griterío: el de los cruentos cristos cristianos: