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viernes, 7 de septiembre de 2012

Desarmar el miedo

Borodin: Cuarteto nº 2

         La Naturaleza ha dotado a las criaturas de un mecanismo de defensa que se dispara ante cualquier peligro: suena la alarma de la supervivencia y la reacción inmediata es la de pánico para que este nos empuje a evitar la causa. El ciervo huye ante la visión del tigre; la mano se aparta de aquello que la hiere; el niño de pocos meses grita cuando tiene hambre. Pero llega el alimento, se aparta el fuego, se aleja el tigre; y todo recobra su equilibrio.
         Ahora bien: ¿Qué ocurre cuando aparecen una y otra vez, día tras día, el tigre, el hambre o el fuego? Sucede que el malestar continuado ocasiona un disturbio emocional y se genera ansiedad, angustia, melancolía; de tal manera que, en medio de tanto desasosiego, ya no reconocemos la causa del dolor y, por lo tanto, no podemos apartarnos de ella, con lo que sentimos un pavor abstracto, enmascarado e innombrable que nos sensibiliza solo para sufrir: y cualquier indicio de peligro nos provoca reacciones desproporcionadas, terrores de todos los tamaños que terminan convirtiéndose en el peor: miedo a sentir, miedo a vivir. De modo que, en ocasiones, lo que en principio fue una alerta contra el dolor acaba siendo una tortura y un deseo de repudiar la vida.
         Imaginemos el horror de Van Gogh o de Schumann al saberse cada día más prisioneros del miedo a perder su identidad, más faltos de voluntad para ordenar sus vidas. El “Concierto para violín” de este y los “Cuervos sobre un trigal” de aquel testifican el combate entre sus luces y sus sombras. Toda la obra de Poe es hija de sus crisis. Son casos extremos, en los que los seísmos emocionales bloquean y abren precipicios mentales; pero pocos hombres y mujeres se han visto libres de similares accesos -aunque, por fortuna, más llevaderos- en determinadas circunstancias.


Daguerrotipo: Schumann
Autorretrato y daguerrotipo: Van Gogh
Daguerrotipo: Poe

         Conozco a muchas personas abandonadas por sus parejas que se horrorizan ante la visión de las mismas en la calle o en el supermercado, y que cada vez que alguien se interesa sentimentalmente por ellas huyen despavoridas porque renuevan el dolor del abandono en vez de vislumbrar la probable renovación de su vida amorosa, hasta que se sumergen en una soledad amarga y sin retorno. Conozco a muchos profesionales de la enseñanza que, tras años de esforzada profesión, tiemblan nada más cruzar el umbral del aula porque se saben incapaces de dominar la algarabía que les espera -dícese que el mayor número de depresiones se da entre el profesorado-. Conozco a muchos niños que entran en la adolescencia con el estigma del desafecto y que cultivan, a su pesar, una tristeza que marcará sus vidas para siempre. Todos ellos -el abandonado, el profesor, el atrapado por la melancolía, y tantos otros- sufren accesos de terror imprevisibles, terremotos síquicos que descontrolan sus ánimos y descomponen su personalidad.
         Cuando yo era niño me perseguía el miedo; después, durante muchos años, me alcanzó muchas veces. En verdad, todavía no me he librado de él. Al principio sufría inocentemente; luego he padecido muchos miedos irracionales a pesar de combatirlos con razones. ¿Qué hacer en casos semejantes, cuando los fantasmas de la mente nos acosan? Tal vez no podamos evitar el estremecimiento de la alarma, el pavor ante el peligro, por ser algo instintivo. Pero sí podemos suavizar su manifestación, mitigar el sufrimiento: en vez de huir inútilmente -hablo de lo que conozco; corríjame el especialista-, ¿no es mejor dejar que el miedo nos recorra, desarmar su agresividad, soportar su calambre sin oponer resistencia, hasta que se agote en sí mismo y se consuma como un verdugo que carece de víctima? Cuando veamos que solo es lluvia lo que creíamos tormenta empezaremos a no temerla y a no sufrirla. No obstaculicemos las reacciones naturales incontrolables. Quien teme no atiende a las causas de su temor: escucha el galope de su corazón: y hará bien en dejarlo trotar hasta que se sosiegue. El ciervo al que me refería antes quema su pánico mientras corre, y sus toxinas dolorosas desaparecen espontáneamente, como llegaron, porque no tiene conciencia reflexiva y no convierte en huracán el viento. El ser humano, sin embargo, soberbio dominador de tempestades, quiere vencer la invencibilidad de la Naturaleza y se dice que debe enfrentarse al monstruo interior, en lugar de permitir que pase como un flujo extinguible, aunque obstinado: y, olvidando la prudencia, termina vencido porque la temeridad solo es la forma más valiente de esconder la cobardía.
         Quien teme tener miedo y se empeña en prevenirlo sin fuerzas está profetizando y anticipando el cumplimiento de su temor: siempre estará retándose y sucumbiendo ante su reto.

Munch: Paisaje