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jueves, 1 de junio de 2017

Noticia de José Cantero.

Schumann / Du Pré: C. celo.

             En varias ocasiones he citado a José Cantero. Algunos me preguntan sobre él, y yo, poco perplejo ya por sabedor de que nadie es profeta en su tierra -en su tiempo, sería más exacto-, no quiero eludir la ocasión de dedicarle unas líneas.
              Lo conocí en 1967, en Salamanca. Allí residía desde su adolescencia. Había nacido “a cuatro pasos de Orihuela”, en diciembre de 1946, y vivido en una calle cercana al Colegio Santo Domingo, a cuyas aulas asistió durante algunos cursos, aunque ni él ni yo nos recordábamos viviendo en los recuerdos del otro. Nuestras afinidades se explicitaron enseguida y, a pesar de que no volvimos a vernos después de 1988, mantuvimos durante 25 años una correspondencia para mí tan enriquecedora como atormentada. Deudor me siento de Cantero. Nunca he olvidado las mañanas en que nos dedicábamos a entorpecer el estudio, en Anaya, de nuestras condiscípulas, y a escribirles sonetos acrósticos “en catorce minutos”, como los versos, más uno “para repasarlos”. Tampoco olvido -jamás lo olvidaré- un atardecer crucifixante y golgotado subiendo al cementerio de Ávila en busca de una tumba que no llegamos a encontrar.
               Repaso esa correspondencia y la tristeza y la nostalgia se sientan a mi lado como amigos que me hieren al compás que me consuelan. Hay en ella persecuciones en que las batutas de “los grises” nos imprimían pentagramas discordantes en la espalda; hay tercas evasiones de las clases de Lázaro Carreter, mientras sus ojos polifémicos nos busconeaban para criticarnos algún poema en la edición anotada del día siguiente; hay acordes de guitarras lastimeras en las madrugadas bajo los balcones de muchachas que a veces, solo a veces, callaban nuestras bocas con las suyas mientras el ruido de El General pasaba en ronda nocturna y dispersante, poniendo, sin saberlo, el toque de queda en nuestros besos clandestinos; hay tardes junto al Tormes, bajo el Puente Romano, con olores a invierno y mucho frío, jugando a ser Calixtos de bellas Melibeas mientras la noche hacía de Celestina y el toro del Lazarillo mugía como un viento centinela; hay recitales, vértigos, dolor, amor, y risas, y llantos apagados por el vino; hay un fray Luis amaneciendo ebrio, desperezándose con un vaso en la mano, en brindis con el cielo, y un rector Unamuno que no podía gritar su autoridad porque un cigarro impertinente amordazaba su voz tantas mañanas; hay juventud vivida con angustia; hay poemas. 
                Solo pretendo dar un escorzo de José Cantero. Y como un autor vive para escribir y hace de su escritura su única vida, prefiero mostrar fragmentos de esa vida -su obra- a otros datos externos “imprescindibles” solo para los eruditos -entre los que no me cuento- que eligen “saber” eruditamente sin comprender tras esa erudición. Por eso copio este texto (marzo, 1972):
Vía cognitiva (Homenaje en La Flecha)

Hay un lugar detrás del horizonte,
y junto al corazón, de paz serena
y suave amenidad y gozo lleno.

Baja la nube y trepa al cielo el monte
en esos verdes prados donde suena
la música del cosmos dulce y pleno.

Allí brota clarísima fontana
con el agua más pura, y el espliego
perfuma allí la vida cada día.

Allí la claridad es cotidiana,
allí se mece el alma en el sosiego
y promulga la luz su epifanía.

La oscura y blanda hormiga allí construye
la máquina del orbe en miniatura
que al ideal del hombre se asemeja;

y para aquel que lo mundano huye,
en mágica y severa arquitectura,
                              la laboriosa abeja su miel deja.

Delicada mesura hay en la rosa,
fulgor y rojo aroma en su belleza,
y la fugacidad de su pureza

resumen es del ansia, codiciosa
de eternidad y plenitud, gloriosa
al elevarse en su naturaleza.

Entre libros y amores dividido,
paso mi tiempo fugitivo en una
eterna primavera dilatada.

Fervoroso y ardiente, y trascendido,
ni temo al llanto ni a la gris fortuna
en el solaz azul de esta morada.

Voy a su paz colmada de infinito
cuando de la verdad pierdo el sendero
y me tientan los falsos esplendores.

La soledad templada necesito;
y del resto del mundo sólo quiero
un pájaro, una fuente, algunas flores.

               Debo decir al lector que ni este ni el siguiente poema que rescato figuran en la edición de Poesía total (1993), libro que él mismo preparó y que no quiso ver impreso. Quizá estoy traicionando la memoria del amigo al difundir sus confidencias que, por otra parte, él desestimó en la antedicha obra por juzgarlas, sin duda, primerizos poemas, de corte clasicoide, y ajenos a la estética que asumió. Ciertamente, la poesía de José Cantero navega -y la amistad, náufraga, no me ciega- por otros derroteros más exigentes y herméticos. Pero ya he dicho que estoy apuntando al hombre y no solo al poeta, aunque este absorbiera y vampirizase a aquel.
            Una autocrítica severa le llevó a decir en una entrevista, consciente de su alejamiento de la poesía al uso: No espero nada de la crítica; en todo caso, descalificaciones. Y con el tiempo fue abandonando la escritura (deduzco que hacia los 35 años), su profesión de bibliotecario, su familia, toda vida social (hacia los 40) y hundiéndose hacia dentro de sí mismo. (Ya no leo porque solo se publican libros, igual que no voy al cine porque solo ponen películas). Y la soledad física conduce a la soledad síquica, en un solipsismo inextricable: algún amor secreto y poco venturoso consumió sus últimos años. Murió el 8 de marzo de 1993: Newton -la fuerza de la gravedad- lo asesinó contra el suelo 25 años después de otra muerte que estigmatizó toda su vida. En su ensayo Los poetas suicidas (1990) afirmaba: El suicidio es la ejecución de Dios: por haberse atrevido a crear una obra imperfecta. Y en su última carta había escrito con una letra rota: Envidio a los condenados a muerte: ellos no tienen que elegir. Y acompañaba este poema, dirigido a una enigmática O*:
          Amanecer

Mira 
mi 
sexo 
anclado 
entre 
tus 
ingles
y dime que no escuchas el fragor
del 
cosmos
renaciendo
en 
tus 
entrañas.

           Hasta aquí el breve apunte de este hombre que nació para escribir su muerte. Nunca supe su segundo apellido: como si hubiese ocultado su verdadera identidad (Soy hijo natural, y huérfano). Lázaro Carreter, en el prólogo al libro citado, tampoco aclara nada. Otros dirán de él lo que yo no he sabido -y, por doloroso y próximo, no he querido- decir.
      Morir: caer desde la duda 
      hacia la sima de la incertidumbre 
                                                      (Poesía total, p 207).