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viernes, 9 de noviembre de 2012

El ciudadano partícipe


La hipoteca ladrona

En todas las culturas ha existido la costumbre de que el conquistador aniquile a los pueblos conquistados, los esclavice hasta que se disuelvan en el olvido o bien los asimile como substratos en su beneficio. Quemar ciudades, bibliotecas, símbolos de una cultura poderosa, es signo de fortaleza; y Freud nos diría que es devorar al padre, emanciparse y construir la propia identidad: la inmortal lucha de generaciones que tantas muertes sigue ocasionando. La damnatio memoriae: así es llamado el hecho de borrar de la memoria todo cuanto disgusta al vencedor y pretende ocultar a quienes vengan: dictar que lo que fue nunca existió, o sucedió de alguna otra manera. Pues ya lo dijo Orwell: “quien controla el pasado controla el futuro”.
Pero ¿cómo aprender de lo que fue si se emborrona en vez de transmitirse? Quien no estudia el pasado se condena a tropezar dos veces en el mismo yerro en que tropezaron tantos otros (tuvimos suerte hace 70 años; pues, por fortuna, Hitler no estudió la campaña contra la fría Rusia en la que fracasó Napoleón: y sufrió igual desastre, el muy gran nazi).
Cincuenta mil generaciones han pasado por la Tierra desde que el cerebro inició su inteligencia. El mundo ha dado vueltas y más vueltas alrededor de nuestra mente sin que participemos en su rumbo. ¿Cuándo educaremos nuestra voluntad e impediremos que ese gran tiovivo lo muevan solamente algunos pocos?
Afortunadamente, siempre queda en la ceniza algún resto de fuego con el que renovar la antigua llama que pretendió extinguirse para siempre. Un fragmento de arcilla, alguna sílaba, una oculta caverna... sirven para conocer esa nada casi plena a la que quiso reducirse un mundo. Solo se necesita esfuerzo, empeño; y sensibilidad inteligente, mucha constancia y poca contumacia.
Probablemente sea Champollion el traductor que más nos ha enseñado que en el pasado hallamos el futuro. Tres mil años de arena acumulada sobre el antiguo Egipto no impidieron que el hombre descubriera sus secretos, sus tesoros y su obra de gigantes. Nos llevó a Nefertiti, a Tutankamon; nos recordó cómo Ramsés El Grande, el gran conquistador, también fue el hombre que rubricó el primer tratado de paz entre dos naciones adversarias, buscando, entre batallas, pacifismo. Y como no quería que borrasen -como ocurrió con otros faraones- su memoria, ordenó que cincelaran con gran profundidad sus inscripciones. Por eso, el afán de conocer nos devuelve al borrado Akenatón y restituye la verdad histórica. 
    ¿Cuándo el faraónico imperio  rajoyano permitirá sin gomas de borrar ni fantasmagorías y birlibirloques que veamos el hambriento  rostro de esta España?